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19/10/2005 | Escenarios iberoamericanos

Diario Exterior Staff

LA celebración de la Cumbre Iberoamericana en Salamanca parece ser una ocasión propicia para hacer una reflexión sobre el presente y el futuro de América Latina. Tras la aparente «primavera» democrática de los años 90, este comienzo de siglo ha sido testigo de una creciente inestabilidad y un preocupante agravamiento de ciertas crisis económicas y la intensificación de la que quizá sea la peor de las lacras que sufre el continente: la pobreza y la desigualdad.

 

La democracia y la estabilidad se encuentran entre los motores más importantes y eficaces de crecimiento económico y prosperidad. Casi todos los países en el continente son democracia, con la sangrante excepción de la dictadura cubana y una grave preocupación, la deriva totalitaria del régimen del presidente Chávez, cuya legitimidad democrática nadie cuestiona, pero cuyos métodos y sus serias limitaciones a los derechos y libertades fundamentales son cada día más evidentes.

Son por lo menos tres los más graves problemas socio-políticos del continente (además del de la pobreza y la desigualdad ya mencionado). El primero ha sido la paulatina pérdida de credibilidad de los políticos y de los partidos políticos tradicionales, como consecuencia de la ineficacia y corrupción de algunos gobiernos y de sus principales dirigentes, pero no de todos. Una parte de la opinión pública acabó por responsabilizar de esos fracasos al sistema democrático y no a los individuos que provocaron esas crisis. Esta circunstancia fue aprovechada por el populismo carente de verdadera ideología y cuyo único propósito es mantenerse en el poder a cualquier precio, y siempre han tratado de denostar y enlodar a la democracia para poder extender así su dominio a todos los niveles. El segundo es la debilidad cuasi estructural del Estado y de sus instituciones democráticas, gobiernos cuya autoridad y legitimidad es cuestionada en la calle, parlamentos sin las necesarias capacidades de control político sobre el Ejecutivo y en algunos casos poderes judiciales con una independencia cuestionada. Todo ello redunda en la debilidad de las bases mismas de los sistemas democráticos, lo que puede convertirlos en fácil presa de movimientos antidemocráticos de cualquier color, pero en especial del populismo rupturista y revolucionario. El tercero es que los tan injustamente denostados «consensos de Washington», que crearon las condiciones para una fuerte recuperación económica de buena parte de las economías del hemisferio, no fueron capaces, sin embargo, de hacer que esa prosperidad macroeconómica llegase a los sectores más desfavorecidos de sus sociedades. Tampoco hay que olvidar la responsabilidad que los gobiernos de cada nación tenían y tienen en el diseño de las políticas económicas, fiscales y sociales necesarias para impulsar una justa redistribución de la renta. Estamos, pues, ante un caso más de desvío de responsabilidades a terceros.

Varios países iberoamericanos entran en delicados y trascendentales períodos electorales: Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Honduras, México, Nicaragua y Perú. Se han detectado intentos muy claros de injerencia en dichos procesos, apoyando a un candidato concreto con dinero para su campaña, publicidad o incluso promesas de créditos blandos si llega a ganar las elecciones. Se dice en ciertos círculos políticos que en algunos casos hay un «tapado» al que se apoya sin notoriedad para no «contaminarlo». La exportación de inestabilidad puede acabar haciéndose a través de esta intervención directa en los procesos electorales de algunos de los países mencionados. No se puede permitir que la voracidad expansionista de cierto régimen populista ensombrezca unos procesos imprescindibles para la estabilización política y la definitiva recuperación económica de Iberoamérica.

Ahora cabe preguntarse, tras este muy breve diagnóstico de la situación del continente, cómo pueden ayudar las Cumbres a solucionar tantos y tan graves problemas. Qué podemos hacer sus amigos y hermanos de este lado del Atlántico, y a qué ritmo e intensidad debemos trabajar. Desde su creación las Cumbres supusieron un espacio de diálogo entre jefes de Estado, de Gobierno y altos funcionarios, creando canales nuevos, sinergias positivas y mecanismos para difuminar y hasta resolver tensiones y conflictos. Es indudable que las Cumbres han cambiado mucho desde sus inicios hasta ahora; empezaron siendo un positivo ejercicio más formal, retórico y de relaciones públicas que de fondo, para ir adquiriendo velocidad de crucero. En este proceso se las ha ido dotando, poco a poco, de contenido real y estructura para, sin duplicar esfuerzos y no interferir con la labor de otras Organizaciones Regionales, poder ser verdaderamente útiles y eficaces para sus miembros, pero sobre todo para sus ciudadanos. Hoy hay que reconocer que sólo estamos dando los primeros pasos para que todo ello sea una realidad.

Los avances que se han ido consolidando no son mérito de nadie en concreto, y menos de quienes llevan tan sólo dieciocho meses en el gobierno. Son resultado del esfuerzo colectivo de todos sus miembros a lo largo de estos catorce años, desde la primera que se celebró en Guadalajara (México) en julio de 1991. Por cierto, tampoco es una novedad la asistencia del Secretario General de Naciones Unidas, como parece desprenderse de algunas declaraciones triunfalistas, pues Kofi Annan ya asistió a la de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, en el año 2003. Por ello, es buena noticia que se haya creado la secretaría general, que se haya nombrado a Enrique Iglesias -hombre de prestigio y respetado por todos los países miembros- y que se le vaya a dotar de una mínima estructura y de un presupuesto. Los retos son inmensos. En primer lugar, enfrentarse a los graves problemas ya descritos, que asuelan a la Región. Fortalecer el diálogo y el sentimiento de Comunidad Iberoamericana, creando los cauces necesarios para que países que tienen disputas territoriales y/o políticas tengan un instrumento adecuado para intentar superar sus diferencias. Tendrán que hacer un serio esfuerzo para fortalecer la democracia, sus valores y sus instituciones, así como los derechos y libertades fundamentales, universales e irrenunciables. El éxito de las Cumbres es justamente el triunfo de esos valores, pues incluso Fidel Castro no pudo evitar tener que suscribir con su firma esos principios recogidos en la Declaración Final de la Cumbre de Viña del Mar (Chile) de 1996. Ya podía haberse aplicado el cuento.

Para colmo de males, el gobierno socialista ha vuelto a claudicar, de forma múltiple y en cascada, ante el régimen de Castro. El ministro Moratinos se negó a revelar ante la Comisión de Asuntos Exteriores de Congreso si iban a invitar o no a los disidentes cubanos a la recepción de la Fiesta Nacional en la embajada de España en la Habana. Igualmente, cediendo a las exigencias del régimen castrista, han aceptado que en la Declaración Final se haga mención al «bloqueo», que no al «embargo», de los Estados Unidos, así como incluir una referencia al caso del terrorista Posada Carriles, a quien Washington no extradita a Cuba por la absoluta falta de garantías procesales que ofrece la dictadura castrista. Y todo para nada, pues el dictador finalmente le ha dado plantón a la Cumbre de Salamanca. Esperemos que por fin el presidente del Gobierno y el ministro de Asuntos Exteriores se den cuenta de la calaña del dictador y de su régimen.

Las Cumbres no se han politizado hasta ahora, ese debe seguir siendo el caso. Si alguien cometiese el error de atribuirse méritos con un propósito claramente partidista, o criticar el pasado con la intención de desgastar a sus adversarios, sería un inmenso retroceso y muy probablemente el inicio de una irremediable decadencia. Este no debe ser el espacio de la legítima discrepancia en política, debe ser uno de los principales instrumentos que permitan a la Región salir de sus crisis políticas, sociales y económicas.

Queda aún un inmenso camino por recorrer. La autocomplacencia es el primer paso hacia el fracaso. La ambición, la autocrítica y el afán de progreso y de superación deben presidir el proceso de la construcción de la Comunidad Iberoamericana de Naciones. España es una potencia media con influencia y presencia globales; los españoles debemos ser conscientes de que una parte nada pequeña de nuestro valor añadido (creo no equivocarme al decir que ése es también el caso de nuestros vecinos portugueses) nos la ha dado América. No pretendo ser paternalista ni imperialista; sin embargo, me parece evidente que no se entiende España sin América, y, modestamente, pienso que a la inversa tampoco.

Diario Exterior (España)

 



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