No soy quien merece este premio, dijo el presidente Obama a quienes le entregaban el premio Nobel de la Paz. Soy comandante en jefe de un ejército que libra dos guerras. Soy responsable de haber enviado a miles de jóvenes estadunidenses a matar y a que los maten lejos de su país. No tengo donde cobijarme moralmente de estas responsabilidades, salvo en los paraguas de la guerra justa. Pero la guerra justa no ha sido la norma seria de nadie.
Aún bajo su amparo legítimo, los daños han sido injustificables. No pudo haber causa más justa que derrotar a Hitler, pero es un hecho que en la guerra contra el fascismo que arrasó a Europa murieron más civiles que militares.
La línea argumentativa de Obama no pudo conducirlo sino al muro ciego de la violenta realidad del mundo y de la historia. El mal existe, dijo, y no se vence con consignas pacifistas. La guerra existe también, ha existido siempre, y debemos enfrentar el hecho duro: no la erradicaremos mientras estemos vivos. La guerra será parte de nuestro mundo, como es parte de mi presidencia.
Vis pacem, para bellum. Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Es el dicho romano que resume la sabiduría fundamental de que, en última instancia, sólo la fuerza contiene a la fuerza. Fue el gigantesco y siniestro ejercicio de la Guerra Fría: garantizar en los hechos una capacidad de represalia tal que se impedía el ataque enemigo.
Es insostenible, desde luego, la defensa de Obama de las guerras estadunidenses del siglo XX como variantes de la guerra justa. Esa defensa de las guerras de la “república imperial” (Raymond Aron), que incluye las emprendidas por George W. Bush, buscaba y obtuvo adhesiones en el flanco conservador (demócrata, republicano y mediático) de su país.
Pero el rigor y la profundidad moral de la reflexión sobre la guerra dominó el final del discurso: “Podemos saber que la opresión estará siempre entre nosotros y sin embargo luchar por la justicia. Podemos admitir que la privación es inexpugnable y seguir luchando por la vida digna; podemos mirar de frente el hecho de que habrá guerras y sin embargo luchar por la paz”.
Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad, decía Gramsci. Y Francis Scott Fitgerald: “La prueba de una inteligencia superior es entender que las cosas no tienen remedio y mantenerse sin embargo decidido a cambiarlas”.
Es una pertinente reflexión para el año mexicano que termina y para el año bicentenario que empieza.