La crueldad del régimen sirio de El Asad ha vuelto a dejar una marca de oprobio con la mayor masacre hasta la fecha desde que estalló la rebelión, en marzo de 2010. Probablemente más de dos centenares de civiles muertos y 300 heridos es el balance del horror de un ataque con helicópteros y blindados, seguido de la carnicería a manos de una milicia progubernamental contra la pequeña población de Treimse, de unos 10.000 habitantes, que puede ser parte de una campaña más amplia.

Mientras tanto, el Consejo de Seguridad de la ONU volvía a fracasar en un intento de imponer nuevas sanciones a Siria, dada la oposición de Rusia y China. Estas, sin embargo, condenaron la matanza. Poco antes, China se había declarado dispuesta a “estudiar seriamente” el borrador de resolución en discusión en Nueva York. Los 300 observadores de la ONU en Siria están paralizados, y el enviado especial, Kofi Annan, no progresa.

EE UU ha activado las alarmas sobre supuestos movimientos de armas químicas en Siria. Es un aviso que exige cautela, dado el precedente de Irak. Pero esta matanza prueba que el régimen está dispuesto a todo para infundir miedo por la sangre. Un serio revés para la dictadura ha sido la defección, días atrás, del general Manaf Tlass, que estuvo al frente de una unidad central de la Guardia Republicana, perteneciente a una de las familias en las que se apoyaba el clan de El Asad, y que criticó la represión contra los rebeldes. Pero es pronto para concluir que el régimen se está desmoronando.

No hay un acuerdo entre los Gobiernos árabes del entorno sobre qué hacer. Ayer, los presidentes de Egipto y Túnez se declararon abiertamente en contra de una intervención armada internacional, porque saben que Siria no es Libia. El régimen puede estar acercándose al principio de un fin que, como poco, resultará violento, dada la complejidad de la sociedad. Pero, seguir así, ¿hasta cuándo?