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29/11/2012 | Egipto - El peligro de la revolución

Vicente Echerri

Egipto ha vuelto a las noticias esta semana (aunque más bien lleva meses sin salir de ellas) con las protestas que ha suscitado en todo el país el decreto del neo presidente Mohammed Mursi, por el cual se ha otorgado amplios poderes que no pueden ser coactados por la judicatura ni por ninguna otra institución.

 

El poder judicial, a quien vinculan con el depuesto régimen de Hosni Mubarak, lo ha rechazado en pleno, al tiempo que cristianos y seculares han inundado las plazas para pedir la abrogación de la medida. Los jueces han ido más lejos al poner en huelga a los tribunales hasta tanto el presidente se desdiga.

Pese al apoyo de que disfruta el gobierno –respaldado por una mayoría relativa afín a la Hermandad Musulmana– la crisis no es de subestimar y, desde Occidente, ha de verse con simpatía. A diferencia de la unanimidad que, en su momento, acompañó a la revolución iraní y, en los primeros meses, a la revolución cubana; en Egipto, las fuerzas que derrocaran a Mubarak se muestran esperanzadoramente más plurales. Una genuina democracia se asienta y tiene muchas más probabilidades de arraigarse en esa pluralidad aunque, a falta de instrumentos institucionales, tenga que expresarse en la protesta pública, en la que nunca faltan bastonazos, gases lacrimógenos y, desgraciadamente, alguna que otra víctima fatal.


Esa es la buena noticia, la inquietud social, la inconformidad con que amplios sectores del pueblo egipcio han reaccionado a un decreto arbitrario que puede fácilmente asociarse con un pasado despótico. Enhorabuena por todos los que han salido a la calle a manifestar su repudio y a los magistrados de la justicia que se han enfrentado a un ejecutivo arrogante que esconde su garra con los ademanes de la bonhomía y del acatamiento a la voluntad popular. Mursi es un viejo zorro y los que de él desconfían está bien que se comporten como perros de caza, acosándolo con sus ladridos.


La mala noticia es que unos y otros invocan “la revolución” como una entidad sagrada que encarnara la bondad de los cambios. Los que protestan arguyen que el presidente “ha secuestrado la revolución”. Y éste afirma que ha promulgado este decreto para “salvar la revolución”. Un concepto que todas las partes se sienten obligadas a enarbolar ya ha adquirido un peligroso carácter intocable. Si ese concepto es “la revolución”, sobran antecedentes para preocuparse: la democracia suele ser un infante demasiado indefenso en las manos de esta forzuda partera que es la revolución, si alguien no la vigila, la frena y –mucho mejor aún– la liquida. Dicho de otro modo, un movimiento que subvierte el orden establecido en pro de un superior estadio político o social puede ser un recurso inevitable, útil e incluso deseable para esa sola función de producir, por la violencia, el derrocamiento de un régimen dado; pero no debe sobrevivir más allá de ese momento como entidad fundamental del nuevo orden, sino ser de inmediato sustituido por las instituciones a favor de las cuales se ha llevado a cabo la acción revolucionaria.
Los dos casos más paradigmáticos son la revolución americana y la revolución francesa.

En la primera, la revolución, que libró ocho años de guerra contra los ingleses por la independencia, siempre fue un medio, el brazo armado de esa alianza de colonias rebeldes de la que saldrían los Estados Unidos, y desapareció casi por completo del discurso político cuando, derrotado el enemigo, se constituyó la nueva república. En Francia, por el contrario, la Revolución (con mayúscula) no tardó en convertirse en un fin de sacrosanta redención, una diosa iracunda en cuyo altar se sacrificaron incontables vidas y cuyos frutos fueron bastante magros. Tan sagrada había llegado a ser en poco tiempo esta idea de la Revolución que hasta Bonaparte, que sería su enterrador, no dejó de proclamarse propagador de sus principios.


Sería bueno que las fuerzas genuinamente comprometidas con la democracia, que ayudaron con sus protestas a derrocar el carcomido régimen de Mubarak, dejaran de invocar la revolución y se dedicaran a velar por la consolidación de instituciones cada vez más transparentes y eficaces, en las cuales no tenga cabida el fanatismo –religioso o político– que tanto contribuye a obstruir la marcha del progreso y que tan nocivo resulta en cualquier sociedad. Los egipcios tienen ahora mismo esa oportunidad. Las tendencias autoritarias del presidente Mursi pueden ser refrenadas y el equilibrio de poderes de una sana república puede sustituir el demagógico y bárbaro discurso de revolución; pero no hay mucho tiempo y las oportunidades son escasas. El camino a la salvación –como bien dice el evangelio– es siempre angosto.


© Echerri 2012

El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 


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