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09/04/2006 | Francia, ¿hacia la guerra civil?

Nicolás Baverez

Menos de un año después del referéndum del 29 de mayo de 2005 sobre la Constitución Europea y cuatro meses después de los disturbios urbanos de noviembre pasado, la violenta movilización contra el Contrato de Primer Empleo (CPE) muestra la aceleración de la crisis nacional que sufre Francia.

 

Una crisis que, salvo un cambio brusco en 2007, amenaza con degenerar en una guerra civil, para la que se reúnen las cuatro condiciones.

En primer lugar, una crisis económica y social endémica, marcada por un crecimiento «blando» (del 1,4 por ciento) y un paro masivo que, desde hace un cuarto de siglo, afecta al 10 por ciento de la población activa, hasta alcanzar el 23 por ciento entre los jóvenes y el 40 por ciento entre los inmigrantes. En segundo lugar, la desintegración de una nación profundamente dividida en función de la posición social, del grado de protección frente a la competencia, pero también en función de lógicas territoriales (730 guetos concentran a 2,5 millones de personas en situación de anomia), así como enfrentamientos étnicos y raciales. Luego, el divorcio de gran parte de la población respecto a la libertad y la modernidad del siglo XXI, que se traduce por una espiral de miedo, odio y violencia, acompañada de un fuerte sentimiento de humillación nacional. Y por último, la pérdida de legitimidad de las élites y de una clase dirigente desconectada de la sociedad francesa y del mundo exterior, lo que desemboca en la descomposición acelerada de las instituciones y del sistema político: un presidente de la República totalmente alejado de los franceses, igual de impotente ante el chantaje de la dimisión de su primer ministro como ante el declive del país; un Gobierno en caída libre dividido entre Dominique de Villepin, primer ministro virtual, y Nicolás Sarkozy, primer ministro real; una oposición de izquierdas ausente en la que el oportunismo hace las veces de línea política; el avance de los extremismos tanto en la izquierda, con la exacerbación de las pasiones proteccionistas, como en la derecha, con la intensificación de la xenofobia.

El origen de la crisis hay que buscarlo en la interminable agonía del chiraquismo. En efecto, el CPE no guarda relación con la economía, sino con la política pura, al combinar una eficacia económica mínima con un riesgo político y social máximo.

Una eficacia económica mínima porque el nuevo contrato sustituye a los contratos indefinidos actuales y porque su transformación en empleo duradero sigue chocando con el obstáculo disuasorio de los jóvenes sin cualificación (un 40 por ciento de paro para los 161.000 jóvenes que el sistema educativo expulsa cada año sin ninguna formación). Así, se ven reforzados el dualismo del mercado de trabajo -en el que la excesiva protección de un núcleo duro de funcionarios y de asalariados tiene como contrapartida la precariedad y la exclusión creciente de la mayoría- y la segmentación por edades, mientras que la solución consiste en un contrato único y la supresión de los frenos para la contratación mediante la flexibilización de las condiciones de despido.

Un riesgo político y social máximo, indisociable de la voluntad de Dominique de Villepin de permitir al chiraquismo sobrevivir presentándose a las elecciones presidenciales. Y para lograrlo, siguiendo el modelo de 1995 y 2002, propiciar una campaña relámpago alrededor de un tema único, la reducción del paro, para eludir un debate sobre el balance catastrófico de las presidencias de Jacques Chirac con el que está directamente asociado. De ahí la elección del CPE, con la esperanza de asociar al primer ministro con la disminución del paro, que se debe en su totalidad a la creación de 300.000 empleos subvencionados, financiados por una explosión de la deuda pública (el 66,8 por ciento en 2005 frente al 64,4 por ciento en 2004) y, al mismo tiempo, privando a Nicolás Sarkozy del monopolio del tema de la reforma y del hombre providencial. De ahí la brutalidad del método utilizado, que ha evitado voluntariamente toda forma de debate público, de consulta social o de discusión parlamentaria mediante el recurso al voto bloqueado. Esta decisión de imponerlo por la fuerza y el recurso a una estrategia de la tensión ha demostrado ser suicida en un país que vive una crisis aguda.

Esta nueva explosión social no se reduce a mucho ruido y furia para nada. No es propia de un psicodrama sino de un drama, ya que ha mostrado con toda crudeza tres de las plagas que bloquean a Francia. La desesperación de una juventud que, con razón, se considera una generación perdida que tiene como única posibilidad el exilio para aquellos con más voluntad y talento, la función pública para los mejor dotados, y la pérdida de categoría, la exclusión y la delincuencia para los demás (niveles de paro del 23 por ciento; primer empleo precario en un 75 por ciento; niveles de pobreza del 17 por ciento; diferencias salariales del 40 por ciento respecto a los que tienen 50 años). El divorcio de Francia con la modernidad asociada a la diabolización del liberalismo, la empresa y el trabajo que, por una trágica ironía, lleva a que la revuelta de los jóvenes esté dirigida contra los instrumentos para su emancipación y milite a favor del endurecimiento de las protecciones a favor de los de dentro. El contagio de la violencia que, en un clima de revolución cultural, está dirigida prioritariamente no sólo contra los símbolos de la autoridad pública sino contra los centros de cultura y de saber (como demuestran los saqueos de la Sorbona, de la Escuela de Estudios Superiores de Ciencias Sociales y de numerosas universidades).

A corto plazo, la salida de la crisis pasa por la retirada jurídica del CPE, tras su retirada de facto por el presidente de la República, en una situación sin precedentes en la V República que ve una doble delegación del ejecutivo en el legislativo y de la diarquía formada por el presidente y el primer ministro en Nicolás Sarkozy como jefe del partido mayoritario, la UMP. Dentro de la perspectiva del plazo decisivo para modernizar Francia que constituyen las elecciones presidenciales de 2007, surgen dos resultados contradictorios: una clarificación en la derecha, ya que la candidatura de Dominique de Villepin ha nacido tan muerta como la reforma del CPE, y un espectacular avance del voto de extrema izquierda y de extrema derecha. Desde el punto de vista del reto fundamental de la reforma del modelo político, económico y social francés, a nadie puede dejar de chocarle la nueva prueba de la regresión moral e intelectual de Francia, encerrada en el culto a un pasado mítico y alejada de las realidades del siglo XXI. Al mismo tiempo, con los sucesivos choques y crisis, aumenta en la opinión pública la toma de conciencia respecto a tres convicciones fundamentales para enderezar el país: la elección del statu quo conduce a la aceleración del declive y al incremento de la violencia política y social; las elecciones presidenciales de 2007 representan la última oportunidad para encontrar una solución pacífica a la crisis nacional francesa y conjurar los riesgos de guerra civil; sólo una ruptura radical puede permitir modernizar Francia, lo que supone que, tras un gran debate nacional, surja un mandato político claro, un proyecto de futuro coherente y una fuerte capacidad de liderazgo.

ABC (España)

 


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