“Le descubrieron el rostro, claro y sereno, y le desnudaron el pecho arruinado por 40 años de asma y por el hambre en las selvas del sureste boliviano. Lo recostaron en la lavandería del hospital de Nuestra Señora de Malta y le alzaron la cabeza para que todos vieran a la presa caída. Luego de colocarlo sobre una plancha de concreto, le pidieron a la enfermera que lo aseara, lo peinara y, por último, le acicalara la barba rala. La metamorfosis estaba completa cuando los periodistas y otros curiosos se formaron para verlo. El hombre abatido, enervado y desaliñado se transformó en el Cristo de Vallegrande. El ejército boliviano había cometido su único error luego de capturar a su mayor trofeo de guerra. Había convertido al resignado y acorralado revolucionario en una imagen mágica de la vida después de la muerte. Sus ejecutores le habían conferido a un rostro humano el mito que le daría la vuelta al mundo”.
Escribí
estas líneas sobre la muerte del Che Guevara y los retratos de su cuerpo hace
15 años y alrededor de otro tiempo, otro lugar y otra fotografía. Pero pueden
ayudarnos a entender el dilema de Barack Obama y Estados Unidos respecto a una
muerte diferente y a una foto que tal vez nunca veremos. La imagen horrible de
un rostro y un cuerpo destruidos, distorsionados, confirma nada; la fotografía
de un cuerpo limpio, con los ojos abiertos y bien cuidado es prueba de que ha
muerto, pero crea a un mártir. Con el tiempo sabremos cuál fue la mejor
solución: si la boliviana o la estadunidense.
Para los
admiradores de Guevara es odiosa la comparación entre el doctor argentino y
Osama bin Laden; para los fieles a Al Qaeda y muchos otros, cualquier analogía
entre su ídolo caído y un comunista infiel es peor que la herejía. Pero los
acertijos que se desprenden de sus respectivas ejecuciones no difieren del
todo.
El Che
Guevara fue ejecutado en octubre de 1967 porque no había solución a las
complicaciones que su captura habría acarreado. Juzgarlo en Bolivia habría
atraído el riesgo de tener a miles de manifestantes irrumpiendo ante las
embajadas en todo el mundo, y a Fidel Castro enviando fuerzas especiales para
rescatarlo; no era una opción. El que Estados Unidos lo trasladara en vuelo a
la Zona del Canal de Panamá (el equivalente a Guantánamo) simplemente habría confirmado
que la lucha de Guevara era contra el imperialismo, no contra un ejército
boliviano de campesinos y trabajadores pobres.
Parece
que algo muy similar ocurrió en Abbottabad. Primero, al igual que en Bolivia, y
sin importar las órdenes o las intenciones, capturar vivo a Bin Laden habría
creado un problema insoluble. Aquí hay asuntos tanto legal como moralmente
válidos, pero también cuestiones del mundo real sin buenas respuestas. Si lo
hubieran capturado vivo, ¿dónde lo habrían juzgado? ¿En Estados Unidos? ¿En
Nueva York, donde ni siquiera se permitiría un juicio a Khalid Sheikh Mohammed?
¿Quién lo habría juzgado? ¿La Corte Internacional a la que Estados Unidos no
pertenece? ¿Una corte pakistaní? Todas las contradicciones del proceso
Guantánamo se habrían reproducido, pero al máximo.
Sin
importar qué tan debilitados estuvieran ya Bin Laden y Al Qaeda, habría habido
no pocos devotos a todo lo largo del mundo islámico y en otras partes en plan
de protesta, o que tomarían rehenes estadunidenses para exigir la liberación de
Bin Laden.
Luego
vendría el problema de qué hacer con el cuerpo. Incluso después de que Al Qaeda
reconoció la muerte de Bin Laden, los incrédulos persisten. La mejor manera de
desacreditar al escepticismo respecto a su muerte sería mostrar las
fotografías. Pero hacerle lo que la CIA y los militares bolivianos le hicieron
a Guevara hace casi 45 años quizá habría tenido el mismo logro
contraproducente: conferirle a Osama bin Laden una imagen limpia, serena,
ejemplar, lista para convertirlo en mártir.
La
analogía puede llevarse un paso más allá. Los bolivianos sostuvieron durante 40
años que el cuerpo de Guevara fue cremado para evitar que surgiera cualquier
tipo de monumento a su memoria. Pero según los cubanos resultó que no lo habían
cremado. Sus restos fueron recobrados cerca de un cementerio en Vallegrande y
llevados a Cuba en 2007, donde se erigió una capilla para albergarlos. Los
estadunidenses sepultaron a Bin Laden en el mar por varias razones, pero una de
ellas fue sin duda la necesidad de asegurarse que no habría capilla, ni lugar
de encuentro, ni memoria con un sitio para apuntalarla.
A lo
mejor la decisión de Estados Unidos no tiene nada que ver con esta especulación
histórica; quizá nunca lo sabremos. Sí sabemos una lección aprendida hace casi
medio siglo: el mejor modo de evitar una efigie de mártir es deshacerse de la
base material para ello. Pero se da una inconveniencia en el hecho de que no
haya rostro, ni cuerpo, ni imagen: a los ojos de muchos, no es prueba
suficiente de la muerte. Escepticismo contra glorificación: no es fácil
decidirlo.
**Jorge
G. Castañeda. Es autor de Compañero. Vida y muerte del Che Guevara. Su último
libro es Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos.