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03/09/2010 | Hacer callar al mensajero

Juan Miguel Muñoz

En 2009, 76 periodistas fueron asesinados. Algunos, de la rusa Anna Politkóvskaya al bangladesí Manik Chandra, por difundir prácticas repugnantes de militares, presidentes o policías. Un libro narra la historia de siete de estos crímenes.

 

En 1919, las Series Mundiales de Béisbol, uno de los acontecimientos deportivos del año en EE UU, fueron un fraude. Los gánsteres de Nueva York, encabezados por Arnold Rothstein, amañaron la competición, y entre los sabuesos a las órdenes del capo trabajaba un hombre bautizado con el nombre de Castaline,y apodado The Castilian (el castellano). Era el abuelo del periodista canadiense Terry Gould. "Es una triste historia. Mi abuelo pasó la mayor parte de su vida saliendo y entrando de cárceles y ambulancias. Finalmente, le dieron un balazo y fue arrojado desde un tejado de Brooklyn. El crimen organizado y las bandas callejeras fueron parte integrante de mi infancia. Llegué a aprender cómo piensan los criminales", comenta el autor de Matar a un periodista, el relato sobre siete periodistas asesinados por descubrir y difundir las prácticas más repugnantes de caciques, funcionarios, militares, presidentes, policías… Pero no trata Gould de averiguar por qué la filipina Marlene García-Esperat recibió un disparo en el ojo, en el salón de su casa y en presencia de sus dos hijos; o por qué corrió similar suerte la rusa Anna Politkóvskaya a las puertas de su vivienda; o por qué a Manik Chandra le volaron en Bangladesh la cabeza con el método del cóctel, la más rudimentaria de las bombas… Lo que Gould pretende saber es: ¿por qué estos periodistas adoptaron una actitud numantina, casi suicida? ¿Por qué desoyeron las amenazas explícitas y se enfrentaron incluso a sus familiares y amigos? "Todos concluyeron que para avanzar en sus investigaciones debían aceptar la muerte como consecuencia de su trabajo", explica el autor. Solo había que esperar la llegada del sicario.

Raro es que un periodista se sienta amenazado en Occidente, y mucha gente cree que la cobertura de los conflictos bélicos es lo más arriesgado. Evidentemente, no es como pasear por los parisienses Campos Eliseos, pero los números cantan. Mucho más peligroso, sin punto de comparación, es enfrentarse a los políticos poderosos, a las mafias, al crimen organizado –que en algunos países se confunden en una misma identidad–, a sus manejos corruptos, al saqueo de los recursos públicos, a la censura de las guerras.

Y no digamos si se aventuran a hacerlo en países en los que la ley se aplica con dureza a los desvalidos y se viola con desfachatez insultante en beneficio de las élites.

"Elegí a hombres y mujeres que fueron asesinados en sus ciudades natales en los países donde hay más asesinatos de periodistas. Todos habían sido amenazados con una muerte segura, todos habían pronosticado sus propios asesinatos, pero persistieron en sus artículos hasta su final sangriento. Una de ellas, Anna Politkóvskaya, fue asesinada horas antes de que fuera a entrevistarla sobre otros crímenes en Rusia", explica Gould. El colombiano Guillermo Bravo y el joven veinteañero iraquí Khalid Hassan compartían con Chandra, García-Esperat y Politkóvskaya un mismo sentimiento: detestaban lo que observaban en sus ciudades y en sus países. Su compromiso con una mejor administración de los Gobiernos y con los derechos humanos fue indestructible. Y fatal.

"Todos tuvieron experiencias traumáticas que les llevaron a pensar que el poderoso tiene que dejar de oprimir al débil", sostiene Gould. "Sus ciudades estaban dominadas por gente que creía en el principio opuesto, que los débiles ofrecen oportunidades para el enriquecimiento de los poderosos. Todos vivieron donde murieron, y murieron defendiendo al pueblo en que vivían".

Todos, sin apenas patrimonio.

Hija de un concejal que luchaba contra la corrupción en una ciudad filipina de Mindanao, Marlene García-Esperat contempló mientras escuchaba misa, siendo niña, cómo un hombre caía abatido a tiros a sus pies, aunque no fuera el objetivo de los criminales. "Me crié entre balas", decía. Licenciada en Química, contrajo matrimonio con un célebre periodista, Severino Arcones, asesinado años después. Todo influyó para que se adentrara en el periodismo después de investigar los desfalcos descomunales en el Departamento de Agricultura de su región. Los fondos destinados a laboratorios, semillas y planes agrícolas se dilapidaban para organizar el fraude electoral que alzaría a la presidencia a Gloria Arroyo-Macapagal en 2004. Los campesinos no veían un peso. Meses después se difundieron cintas en las que la mandataria orquestaba obscenamente el fraude en las urnas. Nada sucedió.

Marlene denunció y denunció, y remitió finalmente una carta a la presidenta Arroyo en la que anunciaba que sería asesinada y apuntaba con nombres y apellidos a los autores intelectuales. Días después fallecía a manos de un pistolero tras asegurar que había tenido comunicación directa con Dios. Los asesinos confesos dieron la razón a Marlene sobre la autoría intelectual. Pero esos altos funcionarios, dependientes de la presidencia, jamás pisaron la cárcel. La impunidad es norma. Fueron 60 los periodistas asesinados en todo el mundo en 2008, según Reporteros Sin Fronteras, y 76 el año pasado. Treinta de ellos, y de un solo golpe, a manos de la milicia de un gobernador del sur de Filipinas. El archipiélago es, cifras en mano, más peligroso que Irak.

Nacido en Bagdad y acribillado en 2007, a los 24 años de edad, por no se sabe quién, Khalid Hassan era un personaje de lo más peculiar para su entorno. Seguramente acomplejado por su obesidad –le gustaba que le llamaran "el macizo"–, Hassan nunca tuvo verdaderos amigos en su niñez. Fue probablemente uno de los primeros iraquíes en ver Pulp Fiction o Sexo en Nueva York. Profundo admirador de la cultura anglosajona, por influencia de su abuelo originario de Palestina, Hassan vestía como los norteamericanos. "Estos de Al Qaeda no van a decidir cómo tengo que vestirme", replicaba a quienes le advertían. Adoraba los teléfonos móviles, la televisión por satélite, Internet, y era muy bueno con los ordenadores. Hablaba inglés a la perfección y comenzó a trabajar para The New York Times. Se la jugaba para recopilar información en un Irak asolado por la guerra civil entre las milicias chiíes y suníes.

Si todos escondían su credencial al abandonar cada día la oficina –trabajar para los estadounidenses podía acarrear el degüello o el tiro en la nuca–, Hassan se la colgaba al cuello al salir de casa en un barrio tomado por Al Qaeda. ¿Por qué adoptaba esta actitud temeraria, más bien suicida? En una céntrica calle bagdadí, unos individuos se bajaron de un coche y le rociaron de balas. Sobrevivió. Pero otro grupo descendió de un segundo vehículo y lo remató. Pudo ser cualquier fanático.

Resulta imposible precisar el cúmulo de aprendizajes y sensaciones que martillean en el cerebro de una persona para que se vuelque con semejante pasión en una misión. La visita a un centro de refugiados chechenos en Moscú, a mediados de la década de la noventa, fue la espoleta para Politkóvskaya, mujer de familia de diplomáticos, privilegiada, que había vivido años en Nueva York, vecina de una elegante avenida moscovita. Acabó jugándose la vida en Chechenia para denunciar la bestialidad de las tropas rusas –asesinato y tortura de prisioneros, violaciones– y las tropelías de los matones locales impuestos por Moscú como líderes de la república caucásica musulmana.

Lo que sucedía en Chechenia a casi nadie importaba en Rusia. La guerra apenas existía en los medios controlados por el entonces presidente, Vladímir Putin. Politkóvskaya –mujer de la que nadie se decía su amigo– no lograba comprender cómo el resto de sus colegas no se rebelaba con la misma energía. Le enfurecía la indiferencia y se enfrentaba a menudo a compañeros, a los que retiraba la palabra durante meses o años. Creía que el futuro democrático de Rusia se jugaba en esa guerra olvidada. Por los chechenos hacía lo que fuera necesario: cruzó la frontera de Chechenia en el maletero de un coche, sufrió torturas en una siniestra base militar, padeció un intento de envenenamiento a bordo de un avión. Sus hijos le imploraban que lo dejara todo. No hubo manera.

Tampoco pudo la esposa de Guillermo Bravo convencerlo para que cerrara la puerta de su casa cuando ella marchaba a trabajar. La abría deliberadamente. Y al final, los sicarios entraron en su domicilio y lo ultimaron. Había destapado los vínculos corruptos de la clase política dirigente en la ciudad de Neiva en sus programas de radio y en sus escritos para diarios locales y nacionales, los turbios manejos del gobernador regional en la industria licorera, la complicidad de los paramilitares…

Se oponía también a los desmanes y a la violencia de la guerrilla, aunque simpatizara con sus razones. Su vida, hasta su muerte, siempre estuvo salpicada por acontecimientos impactantes. Bravo sospechaba que su acaudalado padre había envenenado a su madre, una de las muchas amantes pobres de su progenitor, y, siendo joven, el propio Bravo mató a un hombre en una reyerta en un bar. Rechazó librarse de la condena, aunque le ofrecieron amañar testimonios y alegar embriaguez. Un lustro después, a partir de su liberación, se entregó a su comunidad.

en bangladesh, a Manik Chandra, siempre sosegado, le indignaba la desvergüenza de los llamados Siete Padrinos, que talaban bosques, destruían los cultivos de los campesinos y los manglares de Sundarban –de los últimos reductos del tigre de Bengala– para expandir sus granjas de gambas y multiplicar sus pingües beneficios. Su actividad secundaria: el saqueo, el tráfico marítimo en el puerto cercano. No se arredraba tampoco Chandra ante las extrañas amistades que nacieron en su país: los maoístas y los fundamentalistas islámicos llevaban a cabo operaciones conjuntas. Y ambos grupos estaban sometidos a las órdenes de los Siete Padrinos en la región de Khulna. Muy conocido en la zona, nunca se preocupó por protegerse, otra cualidad común a la mayoría de los asesinados. El 15 de enero de 2004, un individuo le llamó por su nombre en pleno centro de Khulna; Manik se apeó del rickshaw, y recibió el impacto del cóctel, una lata repleta de explosivo y metralla que estalla al contactar con la víctima. Murió decapitado.

–¿Merecen la pena semejantes sacrificios?

–Es triste decir –responde Gould– que están todos muertos. Pero han inspirado a sus vecinos a enfrentarse a gobernantes corruptos, gánsteres, fanáticos y a los terroristas que gobiernan sus ciudades.

–¿Ha cambiado algo en los lugares donde trabajaban sus siete protagonistas?

–En Colombia, Guillermo Bravo fue asesinado por sacar a la luz la corrupción oficial, y su nación ha hecho progresos para convertirse en un Estado menos corrupto. En los demás casos, el tiempo dirá. El cambio es lento en lugares como Irak, Rusia, Filipinas y el sureste asiático. A veces las naciones siguen durante muchos años la mala dirección antes de dar la vuelta. México es ahora un ejemplo. Muchos deben morir antes de que la vida sea libre.

*'Matar a un periodista', de Terry Gould (Los Libros del Lince), se publica la próxima semana.

El Pais (Es) (España)

 


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