Muchos pecados y mucho rencor pudieron quedar purgados con el humillante revolcón que Hillary se llevó en 2008 ante el clamorosamente inexperto y desconocido Obama. Por supuesto, quedan irreductibles que siguen oliendo a azufre por allí por donde pasa un Clinton. Pero mucho votante normal podría volver ahora a esta Hillary renacida de las cenizas de su decepción. Y renacida con elegancia. Puro material ignífugo Si la incombustibilidad es un mérito en política, Hillary es puro material ignífugo. ¿Quién habría podido culparla por desesperarse y tirar la toalla? En lugar de eso hizo en la convención demócrata de 2008 –la que había de entronizar a Obama como candidato– uno de los discursos más graciosos y generosos que se le recuerdan («no how, no way, no McCain!»).
Y supo salir al escenario en el momento justo para parar el recuento de votos y pedir a todos los que la apoyaban a ella que hicieran piña con Obama. Era como si, liberada de la vertiginosa carga de hacerse comprender y querer, del horror al escrutinio y al malentendido que la han perseguido desde que puso un pie en la res pública, emergiera una Hillary mucho más para todos los públicos, mucho más llevadera y hasta carismática. Se había llegado a barajar muy brevemente la posibilidad de que fuera de número dos de Obama, pero aquello entonces no cuajó. No queda claro quién de los dos tenía más miedo del experimento. Obama buscó respetabilidad y experiencia en alguien con menos posibilidades de hacerle sombra, Joe Biden.
Y la incógnita del misterio del futuro de Hillary se despejó cuando le fue ofrecida la Secretaría de Estado. Era sin duda un buen «shot», como se dice en América. Hillary podía aportar su sapiencia y su experiencia en el ámbito donde claramente Obama estaba más verde, la política internacional. Para ella era un cargo enormemente gratificante, el premio de consolación más digno. Aún así Hillary se lo pensó. Estuvo a punto de decir que no y simplemente volver al Senado. Este fue el primer indicio de que ella podía haber cedido ante Obama pero sin rendirse con armas y bagajes frente a él. Ella seguía considerando sus opciones. Con visión de futuro muy a largo plazo.
Secretaria de Estado
En la Secretaría de Estado, Hillary Clinton ha hecho en general un buen trabajo, lo cual no era demasiado difícil considerando el desastre de relaciones públicas internacionales en que se convirtió la recta final de la era Bush. Ciertamente el encanto de Obama no lo compensa todo. Por ejemplo, los bandazos militares y políticos en el seno del Pentágono, el agujero negro de proporciones dramáticas que es en estos momentos la inteligencia norteamericana y lo difícil que es marcar paquete frente a China o frente a Irán cuando en la práctica se carece de presupuesto para afrontar más guerras o más posiciones de fuerza.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, a Hillary Clinton no le ha ido mal como secretaria de Estado. Aún teniendo que hacer frente a uno de los escenarios más críticos que se recuerdan en Oriente Medio y a la preocupante escalada de la amenaza nuclear, ella ha sabido dar una imagen de secretaria de Estado hiperactiva, trabajando mucho por debajo del radar y a la vez con creciente autoridad y prestigio. Hasta ha vuelto a poner en juego, ocasionalmente, el famoso «dos (presidentes) por el precio de uno» de sus primeros tiempos en la Casa Blanca.
Esta vez el secretario de Estado de propina era Bill Clinton, quien, por ejemplo, protagonizó el emocionante rescate de las periodistas norteamericanas de Current TV, la cadena de televisión de Al Gore, detenidas por entrar ilegalmente en Corea del Norte y condenadas a varios años de trabajos forzados. Bill Clinton se las trajo a casa en su avión en un alarde de diplomacia paralela y absolutamente glamurosa, sin vínculos oficiales con la Casa Blanca. Dando a entender que donde no llega Obama, puede llegar un Clinton.
Hillary también ha sabido mantenerse al margen de casi todos los asuntos que han desgastado al presidente, sea la crisis económica, sea el vertido de crudo del Golfo de México, sean las vergüenzas de la guerra de Afganistán o la reforma sanitaria. Este último asunto es sin duda el mayor éxito puro que esta presidencia puede blandir frente a la de los Clinton, cuyo fracaso sanitario fue una humillación muy concreta para la propia Hillary. Tanto la estigmatizó aquello que no son pocos los demócratas que creen que con ella en la Casa Blanca nunca se habría logrado la reforma que, mal que bien, ha logrado Barack Obama. Y que él mismo se ha guardado como una cantimplora enterrada en el desierto: la gente empezará a notar los beneficios de la ley justo cuando se acerque el momento de ir a votar la reelección presidencial.
¿Es esa la estrategia? ¿Acumular todas las medidas impopulares e indeseables en el primer rellano de su mandato para, a partir de ahí, poder volverse a dedicar en cuerpo y alma a ganar las elecciones? ¿Veremos un Obama espectacularmente recauchutado y fortalecido de aquí a 2012? Pero primero tiene que pasar el Rubicón de este noviembre armado con poco más que su puro y duro carisma. El problema del carisma es que, como todo lo que crea adicción, aburre rápido. El presidente de los Estados Unidos sigue siendo un orador inteligente y encantador, una estrella del rock del cambio, un emocionante monumento a la igualdad racial, etc. El problema ahora es que todo eso empieza a estar muy visto y no ayuda a llegar a final de mes. Aún así, muy claramente deteriorado tendría que estar Obama para que una batalla campal de Hillary contra él en 2012 no sea un riesgo casi suicida para los demócratas. Es posible que la revancha de Hillary tenga que esperar. Hasta cuándo y desde dónde, eso es lo que a todos nos gustaría saber.