Si el mal peruano no es la economía sino la política, hubiera sido triste que en esta oportunidad el presidente Alan García no reconociera esta evidencia, a la luz de una realidad que lo venía presionando por un cambio de visión y de estilo.
Y es en virtud de este reconocimiento que García empieza por poner en la agenda de aquí al 2011 dos objetivos clave: la defensa de la democracia, haciéndola cada vez más inclusiva y satisfactoria y la refundación del Estado, estableciendo las condiciones para hacerla viable, no de la noche a la mañana, sino en un proceso gradual, con metas y objetivos prioritarios y cuantificables.
La primera pregunta que se hace el mandatario es por qué tiene que llegarse a protestas violentas como las de los últimos tiempos en un país con democracia, con libertades, con una Constitución que ampara deberes y derechos fundamentales y con leyes y tribunales llamados a constatar una vida nacional en Estado de derecho.
La respuesta a esta pregunta lo lleva directamente a su principal autocrítica: haber descuidado el gasto social y la eficiencia estatal, con la comprobación de que este déficit no es solo atribuible al Gobierno Central, con todas sus trabas burocráticas, sino a los gobiernos regionales y municipales, poseedores del 70% de los recursos presupuestales y con un escandaloso índice de administración efectiva de estos recursos de solo 19% o 20%.
¿Cómo un Gobierno Central no va a tener delante de sí crecientes manifestaciones de descontento (nunca las violentas tendrán sitio en una democracia) si los recursos destinados a la educación, a la salud y a la seguridad interna llegan a las poblaciones más alejadas del país en ínfimas porciones, mientras cientos de millones de soles se guardan en las arcas regionales y municipales como producto de la incompetencia administrativa?
La mejor manera de defender la democracia es pues bajándola del pedestal declarativo y teórico para hacer que funcione y sirva de verdad, acercando el Estado y los gobiernos central, regionales y municipales a la población, garantizando seguridad interna y externa, empleando más inteligente y racionalmente los recursos fiscales, creando condiciones equitativas de inversión pública y privada y ampliando los horizontes de confianza y optimismo que no tienen que ser gratuitos.
Si García y su gobierno han decidido mover la palanca política en dirección del sector social hasta hoy subestimado y marginado, es que hay en ambos la suficiente voluntad para hacer aterrizar el concepto y la praxis de este cambio.
Esto quiere decir que el Gobierno tiene que encontrar la manera de hacer entrar en carriles a los gobiernos regionales y municipales, para que no solo mejoren su gestión gerencial y administrativa, sino para que entiendan que no son conglomerados federados ni repúblicas liberadas. El Gobierno Central tiene que demostrar autoridad sobre los gobiernos regionales y municipales y obligarlos a ser eficientes y a aceptar controles y fiscalizaciones imprescindibles.
La deseable meta de llegar en democracia al 2011 y continuar en democracia el 2016 y así sucesivamente, hasta el 2021 y más, depende fundamentalmente de lo que hagamos desde ahora para rebajar el grado de demandas autoritarias en los sectores más empobrecidos y descontentos del país. Y eso pasa por cambiar los modos y los medios políticos.
García comprende, sin duda, que la respuesta a esa fuente de cultivo antidemocrática tiene que ser política, pero desde el terreno de una gestión pública eficiente e inclusiva, capaz de quitarle piso a las propuestas autoritarias de derecha e izquierda, y desde el terreno de un Estado menos burocratizado y más meritocrático, que despierte la confianza del descreído y escéptico de hoy.