Y lo que es peor, que uno de los directores de la CIA de los que mi amigo fue su mano derecha se llamaba George Bush. Y el acabose; lo que ya no tiene perdón: mi amigo, además de haber dirigido la CIA durante cuatro años en tiempos de Vietnam, del Watergate y lo que ustedes quieran, era -según me he enterado en estos días leyendo los periódicos y viendo la televisión- lo peor de todo para ese cargo: mi amigo, Vernon A. Walters, era general del Ejército de los Estados Unidos.

Ahora resulta que en una sociedad como la norteamericana en la que nunca ha habido una interferencia entre el Ejército y el poder civil, algunos creen que es una amenaza que un general encabece el servicio de Inteligencia. Es discutible si la CIA necesita más capacidad de recoger información de medios electrónicos -en lo que Hayden es un especialista- o por el contrario requiere más analistas que sean capaces de deglutir la información que chorrea sobre sus mesas.

En todo caso parece evidente que no se puede descalificar a un general para dirigir la principal agencia de Inteligencia norteamericana.

Lo que Hayden tiene que probar ahora es que es capaz de reformar una agencia que tiene una burocracia disfuncional. Para ello Hayden deberá demostrar que posee un pensamiento independiente y que es capaz de mantenerse firme frente a la crítica fácil de antiguos agentes del servicio, las descalificaciones de algunos burócratas del Departamento de Estado o los editoriales del New York Times.

El papel de la CIA en la anticipación del 11-S o en la averiguación del armamento en poder de Sadam fue penoso. Por eso es necesario un jefe llegado de fuera con capacidad para imponer sus propios criterios. Confieso no tener la certeza de hasta qué punto Hayden será capaz de imponer los suyos.

Pero sí tengo la seguridad de que hasta ahora se ha movido con soltura en ese filo de la navaja que separa la legalidad de la ilegalidad y por el que circulan siempre los servicios de todo el mundo.

Aquel otro general, Dick Walters, contaba en los últimos años de su vida, atado ya a una silla de ruedas, que se enorgullecía de no haber cometido nunca una ilegalidad -al menos conscientemente. Y que cada día dejaba todos sus actos escritos en un diario que por dos veces tuvo que mostrar a una comisión del Senado. Sin consecuencias.