O sea, de la nuestra. Desde la otra orilla, los manifestantes libios ya han demostrado la suya a riesgo de perder la vida. En Europa se sigue dudando acerca de los términos que hay que utilizar para condenar a Gadafi. Ahora, tras una semana de revuelta en Libia y más de 300 muertos, en Bruselas se empieza a hablar de sanciones después de que lo apuntaran algunos países por separado. Gadafi debe estar partiéndose de risa. La última vez que Libia fue objeto de sanciones por parte de la comunidad internacional maniobró de tal manera que salió de ellas convertido en el dirigente de un país con el que todo el mundo necesitado de productos energéticos quería hacer negocios.

Cuando un líder apunta las armas contra su propia gente y dispara a matar, hay poco que discutir. Estamos ante un criminal cuyo futuro debería estar ante el Tribunal Penal Internacional para responder de la acusación de crímenes contra la humanidad. La violencia desatada por los sicarios de Gadafi contra aquellos que piden un cambio de régimen después de aguantar durante casi 42 años la dictadura es algo inadmisible en un mundo supuestamente civilizado.

Los países europeos son prisioneros del abrazo de un tirano cargado de gas y petróleo y en este abrazo han quedado ahogados los principios en los que se basa lo que entendemos por Europa. Es lógico que las capitales del viejo continente estén preocupadas por lo que ocurre en su patio trasero, pero es una preocupación cínica. Lo que inquieta es la llegada de ciudadanos que huyen de Libia, o del resto del norte de África, cuando lo que debería importar es la construcción de un futuro democrático. La dependencia energética exterior, que en España es del 80%, no debe ser obstáculo para decir alto y fuerte que lo que está ocurriendo en Libia es la barbarie y que como tal debe ser juzgada. No hacerlo significa traicionar nuestros propios principios y abrir la puerta al chantaje de otros gadafis.