He podido estos días hablar en Washington con unos y otros y si no me equivoco mucho diría que la gente como James Baker, conservadores realistas, y los demócratas más radicales coinciden en una cosa: en ver a Irak como un problema. Y como todo problema, hay que dar con una solución o, si esto no es posible, intentar ignorarlo. No es otra cosa lo que se esconde en sus ansias de redesplegar y reducir la presencia americana en suelo iraquí, así como de abrir negociaciones con Irán y Siria.

El verdadero problema, no obstante, es que Irak no es un problema. Irak es una guerra. Y las guerras no se resuelven, se pierden o se ganan. No hay medias tintas desgraciadamente. Por eso, opciones como sacar a los soldados de Irak para acantonarlos cerca y poder lanzar operaciones de castigo, limitadas y rápidas, no deja de ser una quimera impracticable. El problema de Irak no es un problema de los iraquíes, como defienden los demócratas y algunos republicanos. Es mucho más. En primer lugar, un reto para la credibilidad de América; pero también un asunto del terrorismo yihadista y, no lo pasemos por alto, una apuesta de la vecina Irán, quien quiere expandir su influencia en la zona. De hecho, Irak no tiene solución sin los americanos y sin que éstos ataquen todas las fuerzas que buscan el caos en la zona, dentro y fuera de Irak.

El presidenciable senador republicano John McCain propone otro rumbo: incrementar las tropas en Bagdad. Valiente pero impensable en el clima actual de Washington. Pero quien sabe, a lo mejor consigue que en vez de retirarlas, las tropas se concentren en la capital y hagan lo que tiene que hacer, vencer. Lo contrario es la derrota.