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15/12/2009 | EE.UU. - Una elección dudosa dio paso a la era Bush

J. Jaime Hernández

La noche del 14 del diciembre del año 2000, George W. Bush lanzaba esta promesa solemne desde Austin, Texas, para declararse triunfador tras una batalla política y legal de 36 días, en los que el mundo contempló atónito el espectáculo de una democracia revuelta contra sí misma.

 

“Vamos a extender la prosperidad hasta el último rincón de este país. Vamos a aprovechar este momento para revivir la promesa americana. Vamos a restaurar el honor y la integridad de la Presidencia”.

La noche del 14 del diciembre del año 2000, George W. Bush lanzaba esta promesa solemne desde Austin, Texas, para declararse triunfador tras una batalla política y legal de 36 días, en los que el mundo contempló atónito el espectáculo de una democracia revuelta contra sí misma en la que fue necesaria la intervención del Tribunal Supremo para declarar a un vencedor en las elecciones del 7 de noviembre de ese año.

Nueve años más tarde, salta a la luz que las promesas de prosperidad de George W. Bush nunca se cumplieron. En su lugar, fue el sueño americano el que comenzó a experimentar su lento ocaso. Y en lugar de la riqueza ofrecida, millones se han sumergido en la que quizá sea la década más desilusionante desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Para los historiadores que han rebuscado en los años de una administración que nació de una de las elecciones más reñidas y polémicas, la era que surgió con el ascenso al poder de Bush ha sido una de las “más confusas y desacertadas” en la historia reciente de Estados Unidos. Aunque el propio Bush esté convencido de que, al final, la historia será más indulgente con su presidencia”, aseguró Donald F. Kettl, historiador de la Universidad de Pennsylvania. Entre otras cosas porque Bush es un convencido de que, en su polémica elección en aquel invierno del año 2000, “intervino la mano de Dios”.

“Siempre he creído que las cosas pasan por alguna razón”, dijo Bush en su primer mensaje a la nación como presidente electo, para imprimirle a su polémico triunfo el sello de un destino divino. Aún sin saberlo, George W. Bush había inventado la Presidencia que se fundamenta en la fe.

El llamado de Dios

Dos años antes, en un arrebato de fe, el entonces gobernador de Texas le revelaría a su amigo y confesor, James Robinson: “He escuchado la llamada. Creo que Dios quiere que me presente a las elecciones presidenciales”. Dos años más tarde, no fue precisamente la mano de Dios, sino la de un Tribunal Supremo dominado por jueces conservadores, la que tuvo que mediar para conceder a George W. Bush una victoria que, nueve años más tarde, ha sido incapaz de sacudirse las sospechas de fraude.

Tras una encarnizada batalla ante los medios y varios recuentos, el Alto Tribunal dictaminó que el vencedor había sido Bush con 271 votos electorales, contra los 266 de Gore, aunque éste ganó el voto popular. Sin embargo, Bush había sido el vencedor en 30 de los 50 estados. Ninguno de los candidatos recibió la mayoría de los aproximadamente 105 millones de votos emitidos. Bush recibió 50 millones 456 mil dos votos (47.9%) y Gore 50 millones 999 mil 897 (48.4%).

Mientras la base demócrata se relamía las heridas y el país se recuperaba del escándalo, la mayoría de los analistas se preguntaban ¿cómo había podido ganar Bush a un Al Gore que había hecho alarde de los 3.6 millones de puestos de trabajo creados durante la administración Clinton-Gore, es decir, más que los conseguidos durante los mandatos de Ronald Reagan y George Bush padre?

¿Por qué razón Bush pudo derrotar a una pareja que había transformado en casi 150 mil millones de excedente los 290 mil millones de déficit dejados en 1992 por la Presidencia republicana?

Más allá de la tragicomedia que vivió el país durante esos 36 días y las circunstancias que pusieron en manos del Tribunal Supremo el destino de la Presidencia, las razones de la victoria de Bush perseguirían a los demócratas en los próximos ocho años, mientras la comunidad internacional fue incapaz de ocultar su perplejidad en ese invierno del año 2000.

“George W. Bush iniciará su mandato presidencial en Estados Unidos con 537 mil votos menos que su adversario. De no haberse producido la intervención de un Tribunal Supremo partidista y de derechas para asegurar la elección del candidato republicano, Bush habría pasado al olvido como perdedor de las elecciones. Por esa razón, The Observer considera estas elecciones presidenciales como una afrenta a los principios democráticos que traerá consecuencias incalculables para Estados Unidos y el mundo entero”, fue el editorial que el influyente periódico británico publicó en ese entonces como una punzante premonición. Pronóstico sombrío que, menos de un año más tarde, se había cumplido parcialmente con el inicio de una guerra de represalia en Afganistán para perseguir y exterminar a quienes habían orquestado los atentados del 11 de septiembre del 2001 y con los preparativos para invadir Irak y decapitar al régimen de Saddam Hussein.

La bancarrota

Ocho años más tarde de su discurso de victoria, el tono optimista y providencial de George W. Bush cedería el paso a la agonía de un país en bancarrota, con dos guerras abiertas, con una pésima reputación internacional, con la amenaza nuclear de Irán y Corea del Norte, con una crisis energética y la sensación de que todo se encontraba a la deriva. “Todo ha sido un reflejo del fracaso de su estilo de liderazgo durante los ocho años de su mandato”, sentenció la influyente revista británica The Economist al emitir su veredicto de una Presidencia que nacería entre la duda y el escándalo de unas elecciones que hoy forman parte de uno de los más oscuros pasajes de la democracia estadounidense.

El Universal (Mexico)

 


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