Álvaro Uribe Vélez en la Presidencia de Colombia tocó ayer a su fin. Reconozcamos que supo aprovechar como nadie los dos elementos clave que le puso en bandeja su predecesor, Andrés Pastrana, para poder imponerse en la batalla que libraba Colombia desde hacía décadas: el plan Colombia de Pastrana y Clinton, con el que se rearmó al Ejército colombiano hasta niveles nunca antes conocidos, y el desenmascaramiento de las FARC ante la opinión pública mundial tras demostrarse en la mesa de negociación que frente al terrorismo de las guerrillas no hay más alternativa que la mano dura. Ocho años después el balance ofrece un éxito incontestable: Si el 7 de agosto de 2002 las FARC estaban en posición de bombardear el Congreso Nacional en cuyo interior Álvaro Uribe tomaba posesión, ayer, las FARC estaban aisladas en diferentes partes de la selva, convertidas ya en vulgares grupos de narcotraficantes que tienen el problema añadido de ver cómo la eficaz acción del Estado colombiano ha derivado la mayor parte del tráfico de droga hacia México.
Santos ha demostrado gran habilidad logrando candidatarse a la Presidencia como el heredero natural de Uribe —que tenía otras preferencias, incluído él mismo— y ahora tomando medidas y haciendo nombramientos que no son bien vistos por el núcleo duro del uribismo. Prueba de ello es el afán del presidente saliente de calentar al máximo la relación con el vecino pirómano. Y para terminar de arreglar la situación, salir de la Presidencia presentando una denuncia personal contra Chávez ante la Corte Penal Internacional. Conviene a Uribe recordar que después de muerto solo consta que ganara batalla El Cid.
