Hasta cuándo seguirá exigiéndose a las personas —normalmente las más vulnerables—, que emprendan kilométricas marchas, por carretera, como estrategia para presionar en torno a demandas sociales? Porque, como se ve en estos días con las marchas de los pueblos indígenas del oriente y del norte del país, el sacrificio resulta excesivo para hombres y mujeres, los que de paso traen, en varios casos, a sus hijos pequeños y personas de la tercera edad.

Hambre, fatiga, ampollas en los pies, riesgo de lesiones y enfermedades aquejan a esta gente. Como prueba de cuán expuestos están los marchistas, ayer el conductor de un vehículo atropelló a un grupo, provocando lo que no debía pasar: muerte y dolor. Si bien los indígenas han asumido el reto de caminar kilómetros de kilómetros, lo que esperan es conquistar mejoras para su vida. Ahora, el sacrificio no habrá servido para quienes no están más en este mundo, pues ante la muerte no hay remedio. Y basta ya de reducir la pérdida de vidas a una cuestión estadística o a un destino más o menos inevitable en aras de las reivindicaciones populares. Con distancias del caso, enormes por suerte, la actitud de quienes impulsan estas marchas se parece a la de los que adoctrinan a kamikazes, donde el individuo no vale sino la idea.

No se trata aquí de negar el derecho a la protesta. No se trata de argumentar que el sacrificio de quienes no tienen mucho que perder —tal la pobreza que aqueja a muchos bolivianos— carezca de sentido. Tampoco se pretende negar el valor que tienen ciertas medidas cuando se busca hacer visible lo que de otra manera permanece invisible. De lo que se habla es de responsabilidad a nivel de los dirigentes de los grupos humanos a la hora de exigirles respuestas como las de una marcha tan larga.

Si de proponer soluciones se trata, aquí va una. ¿Por qué no llegar directamente al ingreso a La Paz, ciudad de destino, en vehículos, y protagonizar una entrada masiva, impresionante, para comenzar entonces las exigencias? Si el pedido es racional —para el caso, nueva ley de tierras— no hace falta apelar a la parte emotiva de autoridades y ciudadanos.

Hay que decir, además, que en las luchas del pueblo, de los más pobres y marginados, es necesaria la inteligencia, la creatividad, la capacidad para sorprender y convencer a las autoridades y a la opinión pública. Las marchas, por muy valientes que sean, son una táctica que se ha ido desgastando. Desde aquellas que se observaron en los 90 —Por la Vida, Por la Dignidad y el Territorio—, ha pasado no mucho tiempo como para olvidar el impacto. El que no se borra con nuevas caminatas.

Tómese como autocrítica si se desea, pero tampoco los medios informativos tienen la capacidad para seguir a los marchistas por todo el recorrido. Lo que se hace es alcanzar a los marchistas en ciertos tramos e ir informando de su avance, con lo que la propia marcha pierde la eficacia que seguramente pretende para llamar la atención de la opinión pública.

En definitiva, como se viene sosteniendo desde hace tiempo, las presiones que vulneran derechos no pueden ser el mecanismo de cambio. Bloqueos, huelgas de hambre, “alfombras humanas”, el lenguaje de “hasta las últimas consecuencias” revelan una escasa capacidad para sostener ideas.