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31/01/2011 | Magreb - La calle explota

Libertad Digital Staff

En el momento en que se hace historia de forma sorprendente, tumultuosa, hiperacelerada, todo es asombro y perplejidad, una riada de esperanzas, una avalancha de entusiasmos. Nadie puede saber hacia dónde camina esta erupción histórica, pero sólo dos cosas son seguras.

 

En primer lugar que nada será igual en adelante, aun suponiendo que los poderes establecidos consiguieran mantenerse; y en segundo lugar, no se cumplirán las inflamadas expectativas de los manifestantes. El atraso económico no se resuelve con protestas callejeras ni con el reparto del maná por el gobierno. Aunque todo lo acumulado por los corruptos se distribuyese, daría para poco. La democracia requiere ciertos fundamentos sociales de buen perder, respeto a las minorías, igualdad efectiva ante la ley por encima del familismo, amiguismo o tribalismo que teje los vínculos primarios de esas sociedades y crea sus obligaciones mutuas básicas, mucho más exigentes que las abstractas que demanda el Estado.

Es casi imposible que la unidad de los dispares elementos que se han echado a la calle sin ningún liderazgo se pueda mantener. De hecho, la aparición de saqueadores tanto en Túnez como en Egipto es una amenaza de ruptura inmediata. La atribución del fenómeno a provocaciones del poder puede ser una beatería ingenua de los revoltosos o tener su parte de verdad, pero es una amenaza para el movimiento y una invitación a los militares para que intervengan y jueguen la gran baza que les ofrece una situación como ésta. Es tremendamente significativo que su comportamiento sea tan parecido en Egipto como en Túnez. En este pequeño país las Fuerzas Armadas estaban muy poco imbricadas en el régimen. En el país del Nilo son, desde el derribo de la monarquía en 1952, las creadoras de un sistema que ha visto sucederse en el poder a tres generales, Nasser, Sadat y Mubarak. A pesar de su íntima relación con la política, el Ejército ha conseguido un respeto público que le es propio, por su protagonismo en las guerras contra Israel. En todo caso, por el ejemplo tunecino, por su propia idea como institución nacional, o por la percepción de dónde están sus intereses, los soldados en Egipto no están siendo el brazo represor del régimen, sino los garantes de un mínimo de orden, el dique a los desmanes que darían al traste con el movimiento popular.

Pero en el arrebatado clima psicológico que acompaña al éxtasis revolucionario, hasta las policías del régimen –epítome de brutalidad represora– llegan a confraternizar con los manifestantes, como sucedió en Alejandría el viernes 28. Entonces, tras una batalla campal de dos horas, piedras contra botes de gases lacrimógenos y balas de goma, la muchedumbre desbordó a las fuerzas del orden, haciéndolas retroceder.

Si no podemos saber hacia dónde, a grandes trompicones, marcha el movimiento en curso, se debe, en parte, a que tampoco conseguimos tener una radiografía mínimamente precisa de su composición social. Por supuesto, jóvenes, en un país donde la mitad de la población tiene menos de 30. Aquellos con estudios han desempeñado un papel clave al menos en el inicio, todavía no superado en Egipto. La espontaneidad vuelve a ser rasgo común en los dos países magrebíes. Viene propiciada por el carácter abrumadoramente monopolístico de las dictaduras en el poder que anulan toda oposición. En los últimos años ha habido en Egipto pequeños despuntes democráticos, quizás tan eficazmente abortados por Mubarak que ahora no están desempeñando el papel que de otra forma les hubiera correspondido. Pero uno de los más destacable trazos de la situación es el retraimiento de los más potentes y mejor organizados enemigos del régimen, los islamistas Hermanos Musulmanes, de tan enorme influencia en todo el mundo árabe y tan decisivos en el origen del yihadismo terrorista. Tratarán de llevar las tumultuosas aguas a su molino y obtener la mayor tajada posible, pero muestran astucia manteniéndose en la reserva y guardando sus consignas, que hasta ahora han brillado por su ausencia.

Los objetivos que unen a los que se han echado a la calle y a los que los apoyan desde balcones y ventanas parecen ser comunes a todo el mundo árabe y su afloramiento confirma un estado de maduración de lo que con toda propiedad puede en estas circunstancias llamarse "las masas árabes". A pesar del papel que ha desempeñado la religión a la hora de canalizar las frustraciones económicas, políticas y hasta civilizacionales de ese mundo al que tanto le está costando dar el salto a la modernidad, lo que ahora se reivindica con admirable unanimidad es perfectamente laico y sencillo. El movimiento refleja por todas partes, también donde no ha estallado, un hastío de dictaduras represivas y sumamente ineficaces en el terreno económico. Todos desean, lisa y llanamente, echar del poder a quienes los llevan gobernando con puño de hierro desde hace décadas. De momento –y lo probable es que estemos muy al principio– las monarquías tradicionales están resistiendo mejor, mostrando un plus de legitimidad frente a unas repúblicas cada vez más hereditarias. Derribar las dictaduras sin concesiones al compromiso es el objetivo esencial. Con él va la denuncia de la corrupción, la falta de libertad, las arbitrariedades y brutalidades policiales. En lo económico se reclama trabajo y contención en los precios, más que elevación de los salarios.


Incluso descabezados, los regímenes tratan de resistir, como en Túnez. Pueden apostar por la putrefacción del proceso. Por muy ungido que esté de mística redentora, el desorden no crea seguridad ni riqueza. Los islamistas permanecen alerta, al acecho. Los militares, jugando su papel con moderación y prudencia, pueden encontrarse con que el poder se les viene a las manos. El Baradei, en Egipto, podría ser el aglutinador de fuerzas amorfas pero convergentes. Las posibilidades de contagio son ilimitadas. Las incógnitas decisivas. Pero una cosa está clara: ya nada volverá a ser igual.

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 


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