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16/03/2013 | Europa, el paquidermo

Vicente Molina Foix

La Unión Europea ha dejado de ser un sueño para convertirse en pesadilla de muchos.

 

En el año 1515 llegó desde la India un rinoceronte a Lisboa, donde estaba viviendo un amigo de Alberto Durero, que le contó el acontecimiento por carta. Y tan bien se lo describió, que el artista alemán grabó ese mismo año Rhinocerus, su famosa xilografía de ese animal hasta entonces desconocido en el Occidente, retratado, dijo el propio Durero, “en toda su complexión”. Alguna vez he visto en zoológicos, no siendo aficionado a la caza ni al safari de grandes mamíferos, uno de estos paquidermos tan poco parecidos, al contrario que el orangután o el pingüino, a los seres humanos. El rinoceronte, como su pariente sin cuernos el hipopótamo, son animales de belleza antediluviana, representantes de una zoología más onírica que consuetudinaria. Lo raro es que todavía existan en este mundo tan expeditivo.

Uno de sus encantos, exagerado de un modo pre-cubista por Durero, es su piel coriácea, casi una armadura compuesta de partes de distinto tamaño y textura; también se hace notar su andar parsimonioso. Por eso me acuerdo de ellos cada vez que Europa da un movimiento que nos afecta. Hemos creado en el laboratorio genético de la utopía una criatura prodigiosa de gran fantasía, pero el experimento ha fracasado, y tal vez ha llegado el momento de no prolongar más su existencia. El riesgo de que el animal inventado se revuelva contra sus creadores y los patee en una estampida general de la ciudadanía es demasiado grande.

Pensé en ello cuando Javier Solana, por quien siento, desde que fue el mejor ministro de Cultura que ha habido en nuestra democracia, aprecio, dijo una frase que quería ser constructiva. Solana le respondía a Elena Valenciano, compañera del PSOE, quien había manifestado días antes que “Europa no nos quiere, solo nos regaña”, a lo que el antiguo secretario general de la OTAN respondió: “Dejad de hablar de si Europa nos quiere o no, de si nos dicta o no... ¡Tenemos que quererla nosotros!”. Antes de que la Unión Europea dejara de ser un sueño para convertirse en pesadilla de muchos, nosotros la queríamos, y celebramos la promesa de que un gran volador de plumaje variado o una gacela adiestrada para las carreras de fondo nos iba a llevar por los aires del infinito, o al menos, todos juntos, hacia la meta de una maratón popular. No ha sido así. La Europa mercantil nos ahoga a la mayoría. La Europa jurisprudente nos vigila de un modo que sería aceptable si de esa vigilancia surgiera la salvación general, y no el ordenancismo dictado por los happy few de un funcionariado hueco y costoso. La Europa del igualitario bienestar económico se disipa cada día más, si exceptuamos a los afortunados germanos, germanos ricos y poco hermanos de consanguinidad.

En el año 1515 llegó desde la India un rinoceronte a Lisboa, donde estaba viviendo un amigo de Alberto Durero, que le contó el acontecimiento por carta. Y tan bien se lo describió, que el artista alemán grabó ese mismo año Rhinocerus, su famosa xilografía de ese animal hasta entonces desconocido en el Occidente, retratado, dijo el propio Durero, “en toda su complexión”. Alguna vez he visto en zoológicos, no siendo aficionado a la caza ni al safari de grandes mamíferos, uno de estos paquidermos tan poco parecidos, al contrario que el orangután o el pingüino, a los seres humanos. El rinoceronte, como su pariente sin cuernos el hipopótamo, son animales de belleza antediluviana, representantes de una zoología más onírica que consuetudinaria. Lo raro es que todavía existan en este mundo tan expeditivo.

Uno de sus encantos, exagerado de un modo pre-cubista por Durero, es su piel coriácea, casi una armadura compuesta de partes de distinto tamaño y textura; también se hace notar su andar parsimonioso. Por eso me acuerdo de ellos cada vez que Europa da un movimiento que nos afecta. Hemos creado en el laboratorio genético de la utopía una criatura prodigiosa de gran fantasía, pero el experimento ha fracasado, y tal vez ha llegado el momento de no prolongar más su existencia. El riesgo de que el animal inventado se revuelva contra sus creadores y los patee en una estampida general de la ciudadanía es demasiado grande.

Pensé en ello cuando Javier Solana, por quien siento, desde que fue el mejor ministro de Cultura que ha habido en nuestra democracia, aprecio, dijo una frase que quería ser constructiva. Solana le respondía a Elena Valenciano, compañera del PSOE, quien había manifestado días antes que “Europa no nos quiere, solo nos regaña”, a lo que el antiguo secretario general de la OTAN respondió: “Dejad de hablar de si Europa nos quiere o no, de si nos dicta o no... ¡Tenemos que quererla nosotros!”. Antes de que la Unión Europea dejara de ser un sueño para convertirse en pesadilla de muchos, nosotros la queríamos, y celebramos la promesa de que un gran volador de plumaje variado o una gacela adiestrada para las carreras de fondo nos iba a llevar por los aires del infinito, o al menos, todos juntos, hacia la meta de una maratón popular. No ha sido así. La Europa mercantil nos ahoga a la mayoría. La Europa jurisprudente nos vigila de un modo que sería aceptable si de esa vigilancia surgiera la salvación general, y no el ordenancismo dictado por los happy few de un funcionariado hueco y costoso. La Europa del igualitario bienestar económico se disipa cada día más, si exceptuamos a los afortunados germanos, germanos ricos y poco hermanos de consanguinidad.

20 minutos (España)

 


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