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14/11/2012 | EEUU - En el otro lado

Antonio Cova Maduro

Ganó una gran coalición y perdió una era que rápido se desvanece. Ya era hora.

 

El mundo entero está tan pendiente de cualquier cosa que pase en Estados Unidos que algo tan importante como la reelección presidencial del primer negro (que para nosotros es un mulato) en toda su historia republicana, corre el riesgo de pasar como una noticia curiosa, y nada más.

Pero no lo es. Y no lo es porque esa reelección no estaba garantizada en absoluto. En efecto, ya Barack Obama no se presentaba con las expectativas -y, por lo tanto, con la emoción- de la primera vez; ni la fuerza y el tesón de sus enemigos bajaba la guardia por un instante. En una situación tan polarizada como la nuestra, su triunfo o su derrota adquirían el carácter de una epopeya para cada uno de los dos bandos. Y ya sabemos lo que pasa cuando cada bando define el triunfo de su oponente como una tragedia terminal.

La campaña preelectoral no había sido la mejor para el bando republicano. La colección de "perlas" que, sin cesar sacaban a relucir, además de asombro generaba una gran angustia de que Estados Unidos pudiese caer en semejantes manos. Lo peor, sin embargo, era la idea que transmitían: el Partido Republicano ya no era ni la sombra del que cobijó a Eisenhower, y ni siquiera del que endiosó a Ronald Reagan. Era, cada vez más, una derecha propia de un museo remoto, la antesala de una capillita de evangélicos exaltados.

Y en medio de esa "colección", sólo un hombre de esta época emergía en segundo lugar una y otra vez: el exgobernador de Massachusetts, el mormón Mitt Romney, al que como a un clavo ardiendo se adherían los viejos republicanos y, por supuesto, los jefes de las grandes corporaciones. Sólo con él tendrían algún chance, porque sólo él mantenía la respetabilidad.

Las últimas elecciones primarias concedieron el milagro: Mitt Romney sería el candidato que se enfrentaría a la némesis de los republicanos. Sólo le quedaba develar quién sería su compañero de fórmula. Y rápido despejó la duda: Paul Ryan, la estrella ascendente de los republicanos en el único bastión que les queda, la movediza Cámara de Representantes. Allí ocupa el estratégico puesto de la presidencia de la Comisión de Presupuesto desde donde ha sido el látigo de Obama. Esta vez, para suerte de ese partido, la escogencia no fue tan catastrófica como la de Sarah Palin como acompañante de McCain en 2008.

En ese momento la campaña cogió vuelo y, a pesar del talón de Aquiles del candidato Romney: su vocación de veleta, a medida que pasaban los días ambos pretendientes se emparejaban. Así, la prensa norteamericana y con ella la del mundo entero construyó la idea terminante de que cualquiera podía ganar. Eso, muy posiblemente, fue lo que terminó dándole el triunfo al presidente Obama.

Cada minoría entendió, con claridad meridiana, que si el Presidente era derrotado, todas las conquistas obtenidas -y las que avizoraban- se irían a pique, o jamás se harían realidad. Por eso respondieron como un solo hombre al llamado a votar en masa. El caso más emblemático fue la concurrencia masiva de los negros en Filadelfia y sus alrededores. Consiguieron que ese estado fuese para Obama.

Con los negros se hizo presente como nunca el llamado "voto latino", al que ni siquiera los cubanos de Miami pudieron torcer. A Arpaio, fascista sheriff de Arizona, enemigo mortal de los mexicanos, los demócratas le deben mucho... ¡y los republicanos, también! Que estos últimos coincidiesen con la rabiosa derecha blanca en su oposición radical a una reforma migratoria, garantizó el voto en bloque de los latinos por Obama.

Las mujeres, más adictas al voto que los hombres, repelidas por las declaraciones nunca desmentidas de uno que otro evangélico a ultranza que aspiraba a cargos entre los republicanos, votaron 55 a 44 por los demócratas. También los gays, temerosos de una inquisición legal, votaron demócrata.

Al anochecer, el cuadro era tan confuso como para pensar en un triunfo republicano. Pero aquí el "conteo" le jugó una mala pasada a quienes celebraban una derrota de Obama. Tras los mapas enrojecidos en muchas partes, aparecería la dura realidad: las grandes ciudades y sus alrededores votaban masivamente por quien más se parecía a ellos, Obama.

Después de las 10 de la noche el mapa comenzó a teñirse de azul. Los grandes estados se decantaban por Obama y comenzaba el velorio de los republicanos. Ganó una gran coalición y perdió una era que rápido se desvanece. Ya era hora. En "este lado" nos toca aprender varias lecciones, y lo haremos si cuidadosamente escudriñamos lo que allá pasó.

El Universal (Mexico)

 


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