Cuarenta años más tarde, el presidente ruso, Dmitri Medvédev, también se acaba de inventar su doctrina. Lamentablemente para él, ya que sólo consiste en una frase (hacer lo que Putin diga) no pasará a la Historia con su nombre, sino como «la doctrina Putin».

¿Y que nos viene a decir ahora el primer ministro y ex presidente ruso? Pues lo mismo que Brezniev, pero despejado de ideología socialista: que una vez ruso, siempre ruso. Y que para que así sea ahí está Moscú con sus más fieles aliados, su ejército, su aviación de combate y su armada.

Georgia ha sido sólo un capítulo de esa doctrina. Moscú se otorga el derecho y el deber de asistir a sus ciudadanos no importa dónde se encuentren, desde Crimea y el este de Ucrania a la Costa del Sol, si me apuran. No porque le asista el derecho y la ley internacional, sino porque puede. Y podrá mientras no se le oponga resistencia.

Quienes le echan la culpa ahora al presidente de Georgia por haber provocado -y despertado- a Rusia o quienes defienden que lo mejor es hacer como si nada hubiera pasado, se equivocan: la invasión de Georgia no es un hecho aislado, sino que se enmarca en una política de resurgimiento rusa en lo que considera su zona natural de influencia. Moscú busca un nuevo Yalta y capitular ante sus ambiciones no hará sino agrandar su apetito.

Afortunadamente, la Rusia putincrática no es una superpotencia y se la puede detener. Sólo hace falta que europeos y americanos actúen con firmeza. El Kremlin entiende a la perfección el idioma de la intimidación, el poder y la fuerza. Desgraciadamente es a nosotros a quien se nos ha olvidado hablar así.