Pero Rusia no puede dejar de ser lo que ha sido siempre: un país enorme que, a pesar de sus vulnerabilidades, aspira a jugar como una potencia mundial.

Rusia es hoy un auténtico desastre. Con una media de edad que no llega a los 60 años para los varones, una economía que sólo se salva si el barril del petróleo supera los 65 dólares por barril y unas fuerzas armadas sólo eficaces para invadir a la pequeña Georgia. Sin embargo el Kremlin cuenta con una poderosa arma: la dependencia energética de los europeos de su gas y petróleo. El precio no lo pueden controlar a su antojo, pero cerrar y abrir el grifo del suministro, sí. Y eso es lo que están haciendo a fin de avanzar sus intereses políticos.

El 1 de enero Moscú redujo sus exportaciones en la exacta cantidad que consume Ucrania. Ucrania respondió tomando de los gaseoductos que transitan por su suelo dicha cantidad y que iba destinada a otros países de Europa. El día de Reyes, Rusia redujo aún más el flujo del gas, en lo que estimaba Ucrania estaba apropiándose. El resultado: que en medio de una ola de frío, Serbia y Bosnia se quedaron sin suministro y que Bulgaria, Grecia, Macedonia, Hungría, Croacia, Austria, Chequia, Rumania, Eslovaquia, Polonia, Alemania e Italia han visto mermar lo que les llega. Si Moscú persiste en su política de embargo unilateral energético, Europa puede acabar helada muy pronto. A pesar de ello, la UE se niega a denunciar a Moscú y una política energética común sigue siendo una quimera. No es que otras instituciones estén haciendo mejor, pues la OTAN ya renunció el pasado verano a defenderse de la intimidación política moscovita y permanece impasible.

En todo caso, el uso y abuso que hacen las autoridades rusas de la energía debería hacer reflexionar a cuantos aspiran a vender Repsol a Lukoil.