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30/06/2007 | La liga de las potencias

Xavier Batalla

En la década de 1920, los enemigos de todo tipo de gobierno mundial centraron sus iras en el coronel Edward Mandrell House, asesor del presidente estadounidense Woodrow Wilson, a quien redactó parte de sus célebres catorce puntos. Quienes hoy día critican a la ONU también se acuerdan del coronel House, cofundador del Council of Foreign Relations, por haber sido uno de los inspiradores de la Sociedad de Naciones, su antecesora.

 

Como la ONU no es un gobierno mundial, en la década de 1960, las sospechas, esta vez de izquierdas, se centraron en la Comisión Trilateral, fundada por uno de los Rockefeller, que evidentemente participó como socio capitalista y contó con las ideas de Zbigniew Brzezinski, después consejero de seguridad nacional del presidente Jimmy Carter. ¿Fue una exageración señalar a la Comisión Trilateral como un gobierno mundial en la sombra? Probablemente, entre otras cosas por la pertenencia a este grupo de algunos españoles que recordaban al empresario catalán de Berlanga en La escopeta nacional,más preocupado por vender interfonos que por controlar el mundo.

Con el G-8 ocurre tres cuartos de lo mismo, salvando las distancias. El G-8, integrado por los países más industrializados y Rusia, es considerado una especie de gobierno mundial. Pero no lo es, aunque suene a concierto del mundo, igual que el concierto que mandó en Europa en el siglo XIX. De hecho, la admisión en el G-8 de Rusia, derrotada en la guerra fría, se puede explicar de la misma manera por la que Francia, por realismo o por desconfianza, fue añadida, una vez derrotado Napoleón, al muy conservador grupo de los cuatro grandes que controlaba Europa, en aquel tiempo el centro del mundo.

¿Es el G-8, entonces, la prueba de un mundo multipolar? Más que reflejar la multipolaridad de un mundo presidido por una sola superpotencia, Estados Unidos, el G-8 es la jerarquía o, como se decía antes, la oligarquía de la escena internacional, en la que cada uno de los países miembros se considera con derecho a ocuparse de los problemas de carácter internacional, pero, al mismo tiempo, a proteger su posición privilegiada.

No es un fenómeno nuevo o un producto de la actual globalización. En la liga de las grandes potencias ha habido una constante fluctuación histórica. A fines del siglo XV, las potencias dominantes eran Francia y el Sacro Imperio Romano, con España e Inglaterra como potencias emergentes. Durante el siglo XVI y los primeros decenios del XVII la potencia dominante fue España. A mediados del siglo XVII, Francia y Suecia pasaron a encabezar la lista. En el siglo XVIII, el club de los grandes, encabezado por Gran Bretaña y Francia, se amplió con Austria y Rusia, mientras Prusia comenzaba a pedir paso. En el siglo XIX, la pentarquía europea estaba integrada por el imperio austrohúngaro, Francia, Gran Bretaña, Prusia y Rusia. Y el siglo XX empezó con el ingreso en el club de dos potencias no europeas: Estados Unidos, que se hizo grande tras la victoria sobre España en Cuba, y Japón, que, al imponerse a Rusia en 1905, protagonizó la primera victoria de un pueblo no blanco sobre una potencia occidental.

La Primera Guerra Mundial provocó cambios en la clasificación general, que se redujo a Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Japón y, para fines limitados, Italia. El resto de la historia ha sido cosa de dos superpotencias (Estados Unidos y la Unión Soviética) y, finalmente, de una sola. ¿Por qué, si la concentración del poder ha reducido el número de potencias, existe ahora un grupo dominante integrado por siete países (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Canadá, Italia) más Rusia?

El siglo XXI ha empezado con un cambio tectónico. Si el G-8, cuyos orígenes se remontan a 1973, tuviera que ser fundado ahora, es más que probable que Italia no tendría un sillón en el club. Por el contrario, China e India, con sus economías emergentes, sus arsenales nucleares y sus demografías, deberían tener reservado un sitio. Y tal vez debería pasar lo mismo con Brasil y Corea del Sur. Por eso el G-8 actual es un organismo que no está en situación de resolver los problemas globales. Europa es escenario de una avalancha de inmigrantes procedentes de África, pero a la mesa del G-8 no se sienta ningún país africano. Y con América Latina pasa lo mismo. El resultado es que los dirigentes de los países más industrializados aparecen anualmente, como hace tres semanas en Alemania, más preparados para defender sus intereses nacionales que para solucionar los problemas del mundo.

Un cambio tectónico desafía ahora a los organismos internacionales surgidos en la década de 1940 a instancias de Estados Unidos. Y este desafío, como dice Daniel Drezner (The new new World order,2007), es de difícil solución: si a los emergentes no se les deja integrarse en el concierto de las grandes potencias (China sigue teniendo cerrada la puerta del G-8), malo; pero si se integraran, algunos de los grandes actuales tendrían que hacerles sitio, es decir, perderían la categoría, lo que sería otro problema para la liga.

La Vanguardia (España)

 



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