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20/05/2007 | Crisis de credibilidad en el Banco Mundial

Pedro Rodriguez

«Nuestro sueño es un mundo libre de pobreza». Este es el impecable lema que preside sobre el cuartel general de trece pisos que el Banco Mundial ocupa en la calle H de Washington, casi colindante con la sede del Fondo Monetario Internacional y tan sólo a unas cuantas manzanas de la Casa Blanca, en la avenida Pensilvania.

 

Pero durante los últimos meses de crisis en la cúpula de esa institución financiera, dedicada a canalizar más de 20.000 millones de dólares al año en ayuda al desarrollo del Tercer Mundo, el chascarrillo inevitable ha venido insistiendo en que la nueva consigna en la calle H debería decir más bien «nuestro sueño es un banco libre de Wolfowitz».

Este jueves —tras una penosa saga de acusaciones de nepotismo, tensiones internacionales, una especie de rebelión de sus empleados y un formidable pulso de poder comparado por algunos analistas a Watergate— Paul Wolfowitz, el hombre de confianza de la Administración Bush, ha anunciado su dimisión a cambio de un comunicado más o menos exculpatorio pero aprobado de forma unánime por el Comité Ejecutivo del Banco Mundial. Un órgano decisorio con la querencia a actuar por consenso y donde Estados Unidos retiene el mayor porcentaje de voto, un 16,4%, lo que en la práctica le confiere poder de veto en decisiones transcendentales que requieran súper-mayorías del 85%.

El problema, pese a los festejos con champán de los empleados en la sede de la calle H y la satisfacción no oculta de algunos gobiernos desde Berlín a Johannesburgo, es que la salida de Wolfowitz va a ser irónicamente lo más fácil de conseguir. El Banco Mundial queda a partir de ahora en una situación más que incómoda. Sus limitaciones, su plantilla de funcionarios privilegiados, sus problemas con la corrupción y sus dificultades para reunir fondos adicionales han quedado expuestos ante todo el planeta con trazas de sainete sino fuera por lo trascendental de su misión humanitaria.

Con quinielas para todos los gustos, que hasta incluyen como posible relevo al dimisionario primer ministro británico Tony Blair, el próximo presidente del Banco Mundial se enfrenta al reto de recuperar toda la credibilidad pérdida entre los países en vías de desarrollo a los que intenta ayudar. Ya que en el librito internacional de la corrupción, enchufar a la novia se encuentra en la primera página y no requiere de muchos esfuerzos de traducción. Durante estos meses, misiones de la institución en naciones «problemáticas» han visto como su insistencia en fiscalizar con honestidad y transparencia los proyectos financiados por el banco generaban grandes carcajadas.

El otro gran frente abierto es la credibilidad del Banco Mundial entre los donantes que hacen posible su funcionamiento. La salida de Wolfowitz se produce cuando la institución se prepara para reunir 28.000 millones de dólares durante los próximos tres años precisamente para construir escuelas, clínicas y otras infraestructuras básicas en los 82 países más pobres del planeta, la mitad de los cuales se acumulan en África. Un esfuerzo de recaudación —a través de la International Development Association creada en los años sesenta— que no ha prosperado viento en popa con la excusa de la crisis de liderazgo generada por el nepotismo de Wolfowitz.

Dentro de esta especie de lista de trabajos de Hércules, el próximo presidente del Banco Mundial también tiene por delante el dilema de cómo lidiar con la patata caliente de la corrupción, y su efecto brutalmente pernicioso en la lucha contra la pobreza. En los últimos años, el banco ha intentado abordar esta cuestión con creciente agresividad. De hecho, una de las banderas enarboladas por Wolfowitz durante sus dos tumultuosos años ha sido una política de mano dura, llegando a cancelar, suspender o retrasar créditos a países como Chad, Kenia, India, Yemen, Uzbekistán o Bangladesh. Pero generando reproches de imparcialidad y de haber sacrificado beneficios para las partes más débiles de este entramado de intereses creados.

Por supuesto, también está la cuestión de los envalentonados funcionarios del Banco Mundial. El nuevo presidente tendrá que establecer su autoridad ante una plantilla de 13.000 empleados, con delegaciones en más de un centenar de países, y que se han constituido en una especie de entidad sin descanso hasta no terminar con Wolfowitz. Con este objetivo cumplido, los mandarines y barones de la institución —es decir los directores de programas y vicepresidentes— han salido fortalecidos de cara a futuros pulsos burocráticos. Además de haber perdido cualquier noción de discreción o deferencia.

De hecho, los críticos de Wolfowitz dentro del Banco Mundial, siempre le han reprochado el haberse rodeado por una cohorte de ayudantes afines, como la ex ministra Ana Palacio, para imponer la agenda ideológica de la Administración Bush en una institución que debería estar por encima de la política. Acusaciones que han tenido como munición los esfuerzos de Wolfowitz para que la institución participase visiblemente en la transición de Irak o las polémicas sobre un supuesto afán pro-vida de restar importancia a cuestiones de planificación familiar.

Otra cuestión espinosa sobre el futuro del Banco Mundial es el acuerdo informal pero férreo alcanzado en 1944 durante la histórica conferencia de Bretton Woods, New Hampshire. En esa fructífera cumbre para hacer frente a las devastadoras consecuencias de la Segunda Guerra Mundial se acordó que el entonces denominado Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo fuera presido por un ciudadano de Estados Unidos mientras que la gerencia del Fondo Monetario quedó reservada para un europeo.

En diciembre de 1945, una treintena de países rubricaron en Washington los artículos fundacionales del Banco Mundial y del Fondo Monetario. Un año y medio después, el Banco Mundial realizaba su primer préstamo a beneficio de Francia. Como no podría ser de otra de forma en el periodo de la posguerra, Estados Unidos se convirtió en el primer suministrador de fondos para las arcas del banco. En 1948, sus operaciones se extendieron a países en vías de desarrollo, realizando un primer préstamo a Chile. Dos años después, Etiopía recibiría fondos y en poco tiempo las operaciones del Banco Mundial se multiplicaron y extendieron por África, Asia e Iberoamérica. Con un esfuerzo sustancial en países como Indonesia o Zaire, decisivos durante la Guerra Fría y un posterior énfasis en liberación económica.

Los diez anteriores presidentes del Banco Mundial han sido ciudadanos de Estados Unidos. Pero un número cada vez más creciente de recriminaciones argumenta que los máximos puestos de las instituciones de Bretton Woods deberían ser ocupados por candidatos con méritos propios, sometidos a un proceso abierto de selección y no como resultado de un opaco acuerdo de hace sesenta años. Como ha dicho esta semana Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía y ex vicepresidente del Banco Mundial, «el mecanismo para elegir al presidente de esta institución está malamente viciado y resulta especialmente negativo cuando al mismo tiempo se está tratando de presentar un mensaje de buen gobierno alrededor del mundo».

Durante las dos primeras décadas de la institución, la Casa Blanca optó básicamente por nombrar a figuras con experiencia en el mundo de las finanzas. Pero en otoño de 1967, el presidente Lyndon Johnson rompió ese molde al nominar a su secretario de Defensa y principal estratega de la guerra de Vietnam, Robert McNamara. El antiguo ejecutivo de la Ford multiplicó por trece los créditos del banco, expandió sus recursos analíticos y abrió las puertas como miembro a China.

Antecedentes que inspiraron toda clase de analogías cuando en marzo de 2005, el presidente George W. Bush nominó a Paul Wolfowitz, el «número dos» del Pentágono y arquitecto de la invasión de Irak, para tomar las riendas del Banco Mundial. Aunque al final, el truncado mandato de cinco años de Paul Wolfowitz no aguanta comparación posible con la gestión de McNamara, considerado como el padre del actual Banco Mundial.

Para seguir importando en el futuro, y no caer en la irrelevancia que parece atravesar el FMI al no tener que hacer frente desde hace años a grandes crisis financieras internacionales, el Banco Mundial va a tener que replantearse su actual «status quo». Empezando por la colaboración del banco con países de ingresos medios pero con rápido desarrollo, que cada vez más tienden a cubrir sus necesidades de capital en los mercados privados. En parte por la percepción de que lidiar con el Banco Mundial es demasiado complicado y cargado de condiciones.

Entre las propuestas de reforma, que estos días no faltan precisamente, se insiste en que el Banco Mundial debería reconvertirse en un suministrador de conocimiento, experiencias y consejos en materia de desarrollo. Además de concentrarse cada vez más en problemas que no reconocen fronteras y soluciones multilaterales. Por supuesto, con insistencia en una actualización de su estructura de gobierno, una agenda más concentrada y quizá una posible reducción de su privilegiada y burocratizada plantilla.

Recetas todas ellas encaminadas a que esta institución con las mejores intenciones pueda seguir manteniendo una relevante, útil y respetable posición entre las más de doscientas organizaciones internacionales, fondos, iniciativas, y fundaciones dedicadas a la ayuda del Tercer Mundo. Además de las interesadas políticas de cooperación patrocinadas por China en África o Venezuela en Iberoamérica. Más un flujo de capitales privados, que alentados por una economía cada vez más globalizada, han supuesto una inyección de 500.000 millones de dólares en 2005 para el mundo en desarrollo, en comparación con los 85.000 millones de 1990.

Con todo, la bronca de los últimos seis meses en Washington no ha servido para alterar el hecho dramático de que 6.500 millones de personas por todo el mundo intentan malvivir con menos de dos dólares al día. Todavía queda mucho por hacer hasta lograr el extraordinariamente difícil sueño de un mundo libre de pobreza.

ABC (España)

 



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