Algunos argumentarían que tragedias similares a lo que sucedió hace ocho años en Iguala (masacre de civiles) ha sido una constante en los últimos años. ¿La masacre del 26 de septiembre de 2014 en Iguala se repetirá? ¿Cuáles son las lecciones aprendidas de esta tragedia donde se asesinan 43 jóvenes estudiantes de la Normal en Ayotzinapa y que continúa marcando la vida nacional?.
¿Podría suceder de nuevo? Sí. De hecho, considerando el
catastrófico número de desaparecidos y homicidios documentados en este sexenio,
algunos argumentarían que tragedias similares a lo que sucedió hace ocho años
-masacre de civiles- ha sido una constante en los últimos años.
En ocho años, hemos aprendido que la única forma de
asegurar que el gobierno mexicano reconozca la violencia extrema ejercida en
contra de la población es la movilización de las víctimas y balconear al
gobierno ante instancias internacionales.
Así el caso de los muchachos de Ayotzinapa, donde las
movilizaciones de los familiares se tradujeron en presiones al presidente
Enrique Peña Nieto por otros mandatarios (cómo olvidar el cuestionamiento
público de la canciller alemana, Angela Merkel, y protestas ante las embajadas
de México alrededor del mundo). La agenda de Peña literalmente fue
‘secuestrada’ ante los horrores y la incapacidad del gobierno de resolver en
una forma creíble. Un caso que recibió similar atención de la comunidad
internacional fue el asesinato, en el 2019, de nueve miembros (niños y mujeres)
de la familia LeBarón. Y a pesar de que inicialmente el presidente López
Obrador y su equipo no le dieron la importancia pública a los horrores que
vivió la familia LeBarón, eventualmente la presión nacional, del gobierno y
legisladores de Estados Unidos ha ‘facilitado’ la detención de los posibles
asesinos.
En ambos casos, del balconeo público de estos actos de
violencia extrema en contra de la población surge un sin número de
cuestionamientos sobre las debilidades del sistema de justicia penal, la falta
de voluntad política de enfrentar estas organizaciones criminales y la
incapacidad de proteger a la población civil de organizaciones que en cualquier
otro país se considerarían como organizaciones terroristas.
Pero en México, esta violencia terrorista es parte de la
realidad de millones de mexicanos. La atención que le presta el gobierno de la
4T a las víctimas de violencia es selectiva, como lo hemos visto en los últimos
meses. Ya van más de 15 periodistas asesinados este año, asesinato de padres
católicos, incremento de feminicidios, conductores en carreteras, migrantes y
personas que simple y llanamente se encontraban en estados como Baja
California, Guanajuato, Jalisco, Guerrero u otros donde rápidamente ha
incrementado el control territorial de los criminales. No solo ha faltado
indignación del presidente, sino que su táctica más reciente ante los actos de
violencia en Tijuana, Ciudad Juárez, Guanajuato y otras ciudades en las últimas
semanas es acusar a la oposición y los medios de comunicación de ser parte de
actos de ‘publicidad’ con el crimen organizado. Otro para dañar la imagen del
mismo Andrés Manuel López Obrador.
Otra lección que nos deja la investigación de los 43
normalistas de Ayotzinapa es que después de ocho años no le han podido informar
a las familias del paradero de sus hijos y porqué los asesinaron. Y ahora, la
única forma de proporcionar justicia es persiguiendo a los que podrían haber
saboteado la investigación por negligencia o por proteger a algún actor o
cómplice. Tal vez algún día las familias de los normalistas sabrán la verdad,
pero la incapacidad del sistema de investigar y resolver este caso emblemático
nos lleva a la pregunta existencial: ¿Podría suceder de nuevo una masacre?
La respuesta es absolutamente sí. Hay regiones del país
controlados por el crimen organizado, apoyado por los gobiernos locales y
estatales, y donde la Policía Municipal es el brazo armado de los criminales. Y
el gobierno federal tiene absoluto conocimiento de esta realidad, muy similar a
la situación que se vivía en Iguala en 2014.
La pregunta es si, ante una situación donde la población
está bajo ataque por grupos del crimen organizado, el gobierno federal saldría
a defender y rescatar la población. Aun con el conocimiento de la peligrosidad
de estas organizaciones y el hecho de que las Fuerzas Armadas pueden participar
en materia de seguridad pública, la estrategia de abrazos y no balazos de López
Obrador parecería darle prioridad a las conspiraciones y publicidad de la
oposición. Y al igual que los funcionarios que habrían participado en algún
sabotaje, encubrimiento o negligencia en el caso de los normalistas de
Ayotzinapa de 2014, el gabinete de seguridad de López Obrador será medido con
la misma vara ante la negligencia criminal de no proteger la población.