La terrible explosión de la pandemia le ha hecho, en poco tiempo, mucho daño a la imagen externa de China. El gobierno del autoritario país oriental, con crecientes pretensiones hegemónicas que apuntan a eclipsar a los Estados Unidos, no sólo no reaccionó a tiempo frente a la enorme gravedad de lo que sucedía en la ciudad tecnológica de Wuhan, sino que, aún peor, se demoró en informar debidamente al resto del mundo acerca de la previsible propagación del muy peligroso virus corona, poniendo así en riesgo a la comunidad internacional toda, como ya es, desgraciadamente bien evidente. Le guste o no a China.
Como consecuencia del impacto externo de la pandemia, la
cara de la diplomacia china y, fundamentalmente, los tonos de sus mensajes han
cambiado, endureciéndose. Mucho. Ya no prevalece siempre la tradicional
cortesía, que no alcanza en el diálogo sobre el patológico estado actual de
cosas, sino más bien una actitud bien distinta, con tonos claramente
intimidatorios, muy subidos, que no le hacen nada bien al coloso oriental. Esos
tonos, de alguna manera, ya habían aparecido, aunque con mucho menos fuerza, en
la crisis financiera de 2008.
Cuando algún país hoy reclama, con una lógica impecable,
una investigación confiable y trasparente acerca de lo sucedido en China,
ciertamente para poder enfrentar -todos juntos- el futuro en materia de sanidad
pública con mejores armas, China se indigna y contragolpea duro. Amenaza. Sube
los tonos. Protesta. Endurece sus mandíbulas.
Como lamentablemente acaba de suceder recientemente con
Australia, donde los chinos (en aparente represalia por el explicable pedido de
transparencia del primer ministro local) han dejado de comprar carne a cinco
frigoríficos exportadores australianos, con los que China últimamente
comerciaba muy activamente, porque el buen premier australiano se animó a pedir
explícitamente una investigación internacional e independiente sobre lo
acontecido en Wuhan.
Mientras, al
propio tiempo, con aspecto de fea presión, China pide apoyos explícitos a otros
Estados, en todo el mundo. Como el que, a su pedido seguramente, le acaba de
dar nuestro propio país.
La desconfianza del líder chino, Xi Jingping, hacia
Occidente es profunda y muy conocida, así como de vieja data y ha sido evidente
desde 2009, cuando aún no estaba en la cima de su gobierno y hubo reacciones
adversas por el desastre humanitario generado el año anterior con la represión
violenta a los estudiantes que protestaban, en defensa de sus libertades
personales, en la Plaza Tiananmen, en Beijing.
Para Xi, China no debe esconder más su enorme peso
específico, en un mundo en el que indiscutiblemente ya es, con Estados Unidos,
uno de los dos ejes principales. Debe, en cambio, imponer su propia narrativa.
La que le convenga.
Lo que es ya muy evidente con el claro endurecimiento
chino frente a los insistentes y justificados reclamos de los habitantes de
Hong Kong, en defensa de sus cada vez más amenazadas libertades individuales.
Y con los destemplados reclamos que China hace ahora en
Europa, incluyendo a la propia Alemania, ante lo que supone es una inexplicable
hostilidad que supuestamente prevalecería en el Viejo Continente. En palabras
del propio Xi: ``¿Si no exportamos revoluciones, ni pobreza, ni hambre, y no
generamos problema alguno, cual es, entonces, la razón de sus quejas?''.
Para peor, Estados Unidos ha cambiado abruptamente de
posición con la llegada de Donald Trump a la presidencia y hoy define
abiertamente a China como ``el principal enemigo estratégico'' en materia de
seguridad. Y quiere dejar bien en claro la existencia de una clara división de
aguas en materia de poder, con dos visiones disímiles.
Lo antedicho acaba de ser confirmado por una encuesta del
Pew Research Center que muestra que nada menos que el 60% de los norteamericanos
no confían en las actuales autoridades chinas. Ocurre que las tensiones son muy
visibles y que la rivalidad ha crecido significativamente en los dos últimos
años. La notoria brecha ideológica es cada vez más profunda, pese a que es
evidente que hay asimismo algún grado de convergencia económica y,
particularmente, en materia comercial.
La pandemia no sólo no ha dado lugar a más cooperación e
intimidad entre las superpotencias, sino que ha puesto en evidencia una
preocupante y creciente rivalidad. Una brecha, entonces. Cada una de ellas
cree, genéricamente, que su propio modelo político y económico, es el
desiderátum para todos los demás.
Quizás sea la integración económica de muchos sectores
industriales y la que también existe en materia de servicios, la que, como una
suerte de extendida red de matrimonios de conveniencia, funcione a la manera de
prudente freno, para tratar de calmar las aguas, dado que, en el plano de las
ideologías y de la política las ostensibles diferencias amenazan con desmadrarse,
alimentadas algunas veces por las presiones que llegan desde el plano de la
geopolítica. Una renovada tensión afecta hoy a la delicada relación bilateral.
Las inversiones chinas en Estados Unidos están en los
niveles más bajos desde 2009. Lo mismo, en espejo, está ocurriendo con las
inversiones norteamericanas en China. Una ola de frío parece haberse apoderado
de la relación bilateral. Y ambos países, en el Mar del Sur de China, han
aumentado su presencia militar, a la manera de silencioso desafío recíproco. La
situación tiene un aire de peligrosidad.
***Emilio Cárdenas, Ex embajador de la República
Argentina ante las Naciones Unidas
http://www.laprensa.com.ar/489234-China-endurece-su-diplomacia.note.aspx