El régimen diseñado en torno al presidente ruso, Vladímir Putin, está pensado para sobrevivir al líder. El Kremlin construye y actualiza una narrativa épica al margen de la realidad económica y social. “El putinismo es un fenómeno con códigos del mundo delictivo”, afirma Eggert, periodista. Gánnushkina, de la ONG Ayuda Cívica: “Las autoridades crean una atmósfera de miedo”. Las funciones militares y policiales “son las más decisivas” del Estado ruso, según uno de sus ideólogos. El régimen “durará lo que duren las materias primas; su mayor enemigo es Greta Thunberg”, dice un filósofo.
El modelo es un “método eficaz no solo para los próximos años, sino para décadas, y seguramente para todo el siglo”, según su ideólogo, Vladislav Surkov.
Veinte años lleva en el poder Vladímir Putin y esa larga
permanencia permite hablar de putinismo para designar un sistema
presidencialista, cuya práctica entronca con la autocracia. El término surgió
en la oposición y su uso coloquial, al modo de gaullismo, thatcherismo o
estalinismo, ha sido elevado a nueva categoría por Vladislav Surkov. Este
asesor presidencial conocido por sus alambicados artículos filosófico-políticos
decidió dar relieve al concepto con una narrativa idealizada al margen de las
realidades actuales, más prosaicas. Según Surkov, se trata de una “ideología
del futuro”, de un sistema político fabricado en Rusia y apto para la
exportación, pues en el mundo existe una demanda del putinismo en su conjunto y
de sus componentes por separado. En la filosofía de sus seguidores, Putin es el
fundador de la Rusia actual tras el periodo de bandazos desorientados de Borís
Yeltsin.
Desde que tienen uso de razón, los casi 31 millones de
rusos menores de 25 años contabilizados el pasado enero (entre 146,8 millones
de habitantes) no han conocido a otro líder distinto de Putin, si se acepta que
era él quien dirigía el Estado como primer ministro mientras Dmitri Medvédev lo
sustituyó como presidente (2008-2012).
presidente (2008-2012).
Vladímir Putin (67 años) llegó a la presidencia el 31 de
diciembre de 1999. De no cambiar la Constitución, su actual mandato concluye en
2024 y será el último. Por eso, sus allegados buscan el modo de cruzar el
puente generacional y prolongar la vida de este sistema que ha encontrado su
misión en recuperar para Rusia el rango de superpotencia que tuvo la URSS y
restablecer en lo posible el control sobre los territorios que formaron aquel
imperio. Putin ha insistido en que considera a los rusos, los ucranios y los
bielorrusos como un solo pueblo y, para desmayo de sus vecinos, en Crimea y el
este de Ucrania, dejó ya de percibir las fronteras internacionales que dividen
a ese pueblo del que se ha erigido en defensor.
La élite rusa entiende la misión restauradora a su
manera, pues, a diferencia de la élite de la URSS, carece de una ideología
social afirmativa de carácter global, rezuma orgullo nacional herido, no admite
las propias responsabilidades y se ha sentido humillada por Occidente en los
noventa.
Formalmente, Rusia es una democracia con separación de
poderes. En realidad, constituye “un régimen político autoritario, con un
capitalismo de Estado del que se benefician una élite política que reúne
propiedad y poder”, según Andréi Kalésnikov, analista del centro Carnegie de
Moscú.
“El putinismo no es una ideología, sino un fenómeno
marcado por el resentimiento, el predominio del Estado sobre la persona y por
códigos de comportamiento del mundo delictivo”, afirma el veterano periodista
Konstantín Eggert. Para Svetlana Gánnushkina, directora de la organización
humanitaria Ayuda Cívica, el sistema se caracteriza por la inmoralidad, la
falta de principios y de coherencia, así como por la subordinación total al
criterio de conveniencia en provecho de quienes administran el Estado.
“Las autoridades crean una atmósfera de miedo porque les
parece que eso las defiende de las protestas y ese miedo que tratan de infundir
es consecuencia del miedo que ellas mismas sienten ante la sociedad, frente a
la que toman medidas preventivas para mantener el statu quo”, sentencia
Gán-nushkina.
En la gestión del Estado, Putin proyecta, tal vez de
forma hipertrofiada, su experiencia vital, como agente de los servicios de
seguridad y también como ducho maestro en artes marciales orientales. El
presidente es desconfiado, está siempre en guardia frente a lo que no controla,
aprovecha los errores de los demás y no admite los propios. Su capacidad de
desafío al interlocutor se refleja sobre todo en su capacidad para mezclar
mentiras, verdades y sobreentendidos, procurando siempre no quedarse
acorralado.
Rusia es hoy un Estado de instituciones débiles, con una
estructura piramidal y patriarcal en cuyo vértice está el jefe y donde una
súplica personal (a integrantes de la llamada “vertical del poder”) suele ser
más efectiva que una exigencia legal (canalizada en las instituciones
formalmente pertinentes). Las leyes promulgadas por el Parlamento contienen
conceptos elásticos que pueden ser interpretados a discreción en contra de
quienes protestan o se oponen al régimen. Se utilizan, pero sobre todo se
pueden utilizar, para castigar, disuadir, impedir el acceso a elecciones, para
acusar de extremismo o para convertir infracciones administrativas reiteradas
en delitos penales. Este es un sistema donde los jueces se negaron a examinar
pruebas concluyentes de inocencia en los procesos a quienes protestaron el
pasado verano contra las irregularidades en las elecciones al Parlamento de
Moscú. Por aquellas protestas han sido condenadas un total de 33 personas,
entre ellas 15 a penas de cárcel.
En el sistema presidido por Putin, los cuerpos militares,
policiales y de seguridad tienen un lugar privilegiado. Una y otra vez la idea
de seguridad, acuñada en las tradiciones históricas de “fortaleza acosada”, se
impone a las necesidades de apertura o de inmigración de la economía. En Rusia,
en el dilema entre la seguridad y el desarrollo económico vence normalmente la
seguridad y, por lo tanto, el país está mejor preparado para la guerra y para
situaciones extremas que otros europeos, afirma Eduard Ponarin, director del
laboratorio de Investigación Social Comparada de la Escuela Superior de
Economía.
Los antiguos colegas de los cuerpos de seguridad y los
compañeros de artes marciales de Putin han hecho carrera y sus hijos se sitúan
en posiciones de responsabilidad al frente del Estado y la economía. Al gran
empresariado de la época de Borís Yeltsin, Putin le planteó la disyuntiva de
obedecer o esfumarse. Quienes no se sometieron, tuvieron que exiliarse o fueron
encarcelados. Los oligarcas que se quedaron saben que la prosperidad de su
negocio en Rusia pasa por apoyar con la chequera los proyectos, benéficos,
políticos e incluso familiares, que el Kremlin les adjudica sin concurso y sin
recibo.
Putin no es un personaje simple y ejerce (aunque no
siempre) como regulador entre los diversos grupos que promueven sus intereses a
su alrededor, según me decía en 2011 el general Víctor Cherkésov, que fue
vicejefe del Servicio Federal de Seguridad bajo el mandato de Putin y también
representante del presidente en el distrito del Noroeste de Rusia.
Opinaba Cherkésov que Putin veía los órganos de seguridad
como estructuras fundamentales y no quería debilitarlas. Desmantelar este
sistema feudal e ineficaz, explicaba, resulta muy peligroso, pues habría que
cambiar sus elementos como si de un reactor atómico se tratara, sustituyendo
paulatinamente los que no funcionan, procurando que no hagan explosión, y sin
tocar el núcleo.
El oficial advertía contra la transformación de la élite
en casta dispuesta a utilizar con fines personales el monopolio de la fuerza y
la represión. “Cuando los funcionarios corrientes tienen coches de lujo y los
generales poseen paquetes de acciones de las grandes compañías controladas por
sus hijos, ¿acaso podemos confiar en su objetividad? Eso ya es una casta”,
exclamaba.
El putinismo no es estalinismo, aunque algunos
experimenten cierta aprensión. Comentando sus sentimientos al visitar el
polígono de Bútovo, donde eran ejecutadas las víctimas de la represión
estalinista en Moscú, el filósofo Maxim Goryunov contaba que hace unos años
asociaba el lema “nunca jamás” a aquel entorno siniestro, pero ahora, cuando
va, piensa en “lo que podría pasar”. “Los rusos en general no entienden que
todo el país está construido sobre la violencia. Así que la principal tarea de
Putin es contener la modernización, dejar todo como está”, dice. La
modernización, añade, amenaza este espacio basado en una lógica colonial, que
transfiere a Moscú las riquezas del país. “Las repúblicas que forman Rusia se
irían si se les diera más competencias”, opina.
Uno de los debates abiertos es si Putin es un fundador o
un continuador del sistema que dirige o combina ambos papeles en un modelo
híbrido. Goryunov cree que este sistema existía antes de Putin y continuará
después de él, y cualquiera que llegue al poder en Rusia tendrá que mantenerse
en estas coordenadas si quiere conservar el Estado y no desea que le pase como
a Gorbachov con la Unión Soviética. “El putinismo durará lo que duren las
materias primas. Su principal enemigo es Greta Thunberg”, bromeaba.
En un artículo publicado en febrero, Surkov parecía dar
la razón a quienes piensan que el Estado ruso en sus límites geográficos
actuales es incompatible con una transformación democrática liberalizadora. El
funcionario reconocía que las funciones militares y policiales son “las más
importantes y decisivas” del Estado “debido a la alta tensión interna”
relacionada con el control de grandes espacios diversos y la lucha geopolítica.
Excepto tal vez en la industria de armamento, Rusia no se
ha configurado como una economía moderna capaz de aprovechar las ventajas de la
integración global. Cuenta el economista Alexéi Portianski que, de la
incorporación de Rusia a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2011, se
esperaba un alto crecimiento económico. Pero este crecimiento no se ha
producido porque Rusia no ha realizado una transformación estructural de su
economía, dependiente hoy como ayer de los hidrocarburos y las materias primas.
En 2005, siendo vicejefe de la Administración de Vladímir
Putin, Surkov formuló la teoría de la “democracia soberana” cuyo fin, según
explicaba entonces, era asegurar el bienestar material, la libertad y la
justicia de todos los ciudadanos, grupos sociales y pueblos que forman Rusia.
En 2019, cinco años después de la anexión de Crimea, el funcionario parecía
haber perdido el interés por la misma existencia de la democracia. En cambio,
parecía más cautivado por el putinismo como ideología del futuro. Rusia es un
Estado que actuará “a su manera” en la “primera liga de la lucha geopolítica”,
y los que exigen que Rusia cambie de comportamiento deberán reconciliarse con
ello, sentenciaba.
Los atributos e instituciones de corte occidental que
formalmente configuran el sistema ruso se han creado para que las diferencias
de su cultura política “no resulten tan llamativas para nuestros vecinos, no
les irriten y no les asusten”, decía Surkov. El ideólogo comparaba esas
instituciones de importación con la ropa de salir que cada uno se pone para ir
a visitar a otro, pero “en casa se viste de otra manera”.
Surkov opina que la desintegración del país se ha frenado
en firme, aunque con retraso. Rusia se derrumbó desde el nivel de la Unión
Soviética al de la Federación Rusa, pero ha vuelto a su “estado natural y único
posible” de gran comunidad de pueblos que se amplía y reúne tierras. Este país
nuevo y poco estudiado ha superado las “pruebas de resistencia”. Eso supone,
según el ideólogo, que el modelo dirigido por Putin es un “método eficaz para
la supervivencia y renacimiento de la nación rusa no solo para los próximos
años, sino para décadas, y seguramente para todo el siglo”.
Como en otros tiempos Iván III, Pedro I y Vladímir Lenin,
Putin imprime su marca a Rusia hoy y su maquinaria política se acelera y se
orienta hacia una tarea de larga duración. Rusia seguirá siendo el Estado de
Putin dentro de muchos años, porque aún falta mucho para que funcione a pleno
rendimiento, vaticinaba Surkov.
Según esta doctrina, el principal mérito de Putin es su
capacidad de escuchar y comprender al pueblo en toda su profundidad y de actuar
en consecuencia, y el modelo moderno del Estado ruso se basa en la confianza, a
diferencia del modelo occidental, que cultiva la desconfianza y la crítica. La
conexión directa entre Putin y la ciudadanía se ha convertido en un ritual. Una
vez al año, Putin protagoniza una gigantesca rueda de prensa y una “línea
directa” con la población. En ambos casos, se trata de espec-táculos de corte
infantil inspirados en los cuentos donde el rey sale a la plaza a satisfacer
los deseos particulares de los ciudadanos.
La conexión más intensa que se ha dado entre Putin y sus
compatriotas ocurrió sin duda durante la anexión de Crimea, que fue vivida como
un desquite, una venganza, un triunfo nacional por la mayoría de los
ciudadanos. El efecto Crimea sin embargo se ha ido debilitando con el tiempo
debido a las dificultades económicas y sociales que ha causado a los rusos. El
personaje épico y cuasi religioso modelado por los ideólogos del Kremlin no
resuelve los problemas concretos cotidianos de los rusos, que necesitan
reformas en la sanidad, el sistema de salarios y pensiones y la educación.
Putin, sin embargo, se sigue planteando caras e impopulares tareas exteriores
en Oriente Próximo, en África y en el mundo entero. Ninguno de esos escenarios
despierta las pasiones que provocó Crimea, cuya anexión fue “un acto sagrado”
para los rusos, en opinión del historiador Vladímir Pastujov.
Para mantener su rumbo, Putin emplea una retórica
intimidante, donde la verdad y mentira se funden en unas proporciones que sólo
él conoce. En marzo de 2015, el líder ruso dijo haber estado preparado para
usar el arma atómica un año antes, durante la anexión de Crimea. No era la
primera vez que se jactaba de la potencia nuclear de Rusia y de sus nuevas y
mortíferas armas. El mundo exterior no quiere poner a prueba sus palabras. En
opinión del profesor Pastujov, Rusia no cambiará el “rumbo en contradirección”
por el que la conduce su líder mientras este siga en el poder. Putin no quiere
cambiar ese rumbo, no puede, porque ha convertido a Rusia en un rehén de su
política.