Hasta ahora, el modelo de país del presidente Andrés Manuel López Obrador es lo que dice no ser. Ya no hay corrupción porque la barrió de arriba hacia abajo -que es el método que dijo en campaña utilizaría para purificar el país-, ya no hay balazos porque hay abrazos, ya no hay avión presidencial, ni Los Pinos, ni Texcoco, ni Reforma Educativa, ni Reforma Energética, ni lujos, ni ostentaciones.
Aunque no es parte de su discurso, tampoco hay el
crecimiento prometido, ni bajó la violencia que dijo tendría una inflexión en
sus primeros meses de Gobierno, ni hay paz en el país. Hasta ahora, López
Obrador es el Presidente del no. Lo que sí existe es el país que se imagina
-por tanto aún imaginario- hecho realidad a través de su poderosa narrativa.
En su realidad alterna, la guerra contra el huachicol fue
un éxito -los datos de Pemex lo contradicen-; la lucha contra la delincuencia
avanza aunque falta más por hacer -los datos de su Gobierno dicen lo
contrario-; cancelar el aeropuerto de Texcoco le ahorró pagar a los mexicanos
millones de pesos -que en realidad era un costo autofinanciable-; el programa
para jóvenes sin escuela ni trabajo es un éxito -no ha superado el 40% y ha
perdido fuerza-; se restableció el estado de derecho -justo cuando su partido
violó la ley en el Congreso para perpetuarse en la presidencia-; tener a
ProMéxico era “ridículo” y ni Japón, Francia o Alemania tienen algo parecido
–-los tres sí tienen ese equivalente-. La lista podría seguir, aunque quizás la
síntesis de todo está en cómo llamó a este acto constitucional: “Tercer Informe
de Gobierno al Pueblo de México”. Así, dos alocuciones partidistas previas, las
convirtió en actos de Estado.
En todo caso, el resultado hasta ahora de este primer
corte de caja legal es un sacudimiento nacional que ha hecho crujir todo el
andamiaje institucional y la arquitectura del país. López Obrador lo llama “la
cuarta transformación”, comparando su modelo con la Independencia, la Reforma y
la Revolución. Visto con objetividad, ese discurso renovador tiene que ver con
otro cambio radical, que es el otro sí de su joven administración: el retorno
al presidencialismo más fuerte que hemos vivido desde hace cuando menos unos 40
años, donde el poder está concentrado en una sola persona, que busca quitarse
obstáculos del camino: órganos reguladores, ONGs, prensa crítica y empresarios.
A ellos se refirió indistintamente en su mensaje, al afirmar que “estaban
moralmente derrotados”. El Poder Judicial, por otra parte, está en camino del
sometimiento; el Poder Legislativo está hincado frente a él.
El andamiaje de una democracia le estorba a la
construcción del país que quiere. Como prácticamente todas las cosas que han
sucedido en su Gobierno, no hay engaño. Su mundo se construyó en la cosmogonía
de Macuspana, su tierra, durante sus años de formación. Lo que bajo esa óptica
interpretó, moldeó al Presidente que hoy nos gobierna. Quizás el Tren Maya es
un sueño de aquellos años, con su confusa visión de desarrollo, donde habla del
periodo del desarrollo estabilizador de los 70, pero da las estadísticas del
periodo del milagro mexicano de los 50. A pocos les importa esta diferencia,
pero habla de cómo las ideas se mezclan y cruzan en su cabeza sin contexto, ni
tiempo y espacio.
Solo observándolo en ese marco de referencia, se puede
entender, o cuando menos intentar comprender acciones como sus rituales de
respeto por “la madre tierra” y por los pueblos originarios -con los que ha
convivido por décadas-, y que esté empeñado en iniciativas tales como que las
carreteras del sur se construyan a mano, sin maquinaria industrial, y que las
escuelas las levanten los maestros y los padres de familia. Soslayar totalmente
procedimientos, regulaciones, reglas de operación y controles que las obras
significan, no es algo ajeno al Presidente. El mundo de López Obrador es otro,
que todos tengan trabajo, que se haga agricultura de autoconsumo y un ingreso
fijo, sin importar que sea bajo. Es la búsqueda de una sociedad menos desigual,
aunque el piso de la igualdad sea un retroceso en el desarrollo.
Por primera vez en la historia, más de 51% de los
trabajadores gana entre uno y dos salarios mínimos, lo que significa entre 9 y
18 dólares por día, que es lo que cobra un trabajador en Estados Unidos -una
economía con la cual el Presidente gusta comparar la mexicana-, reveló Tomás de
la Rosa en una serie de trabajos analíticos publicados en Eje Central. En 2005,
27.7% de la población ocupada ganaba más de tres salarios mínimos, y
actualmente se cayó a 11.6%, mientras que en ese mismo periodo, el número de
personas ocupadas que ganan entre uno y dos salarios mínimos se elevó de 38.6,
a 51.3 por ciento. Estos datos perfilan un país rumbo a la precariedad, que es
lo que el presidente López Obrador parece entender como sociedad igualitaria.
Por eso piensa que es mejor tener un país agrícola que una economía de
servicios.
Desde el universo de Macuspana, López Obrador también
observó las oleadas democráticas en el mundo -incluido México-, pero no es algo
que esté debajo de su piel. Se dice democrático pero este sistema político de
contrapesos y rendición de cuentas es algo con lo que no se siente cómodo -que
tampoco es algo novedoso- y trata de colocarle muros. Su modelo no es
democrático, sino utilizar los recursos de la democracia para imponer el suyo,
la cuarta transformación, que es eminentemente político, con un andamiaje que
se está construyendo para garantizar, electoralmente, la hegemonía transexenal
de Morena. De esto hablaremos en una próxima columna.