Estados Unidos ha logrado que China tenga problemas. Pero los efectos los sufre el mundo.
Nos lo pone difícil el amigo Trump. Quiere que la
política funcione como los empresarios inmobiliarios de Nueva York a los que,
como cuenta en sus memorias, arrancaba acuerdos provechosos para él a base de
intimidarlos, elevar las apuestas hasta los límites del suicidio o ganarles por
cansancio. Las relaciones entre Estados no son así porque existen
consideraciones políticas que nublan las fronteras entre lo racional y lo
irracional, porque las consecuencias las padecen actores que no están en el
escenario tanto como quienes sí están o porque ningún Gobierno puede
controlarlo todo, pero sí causar estragos en el intento.
La guerra comercial entre la primera potencia y la
dictadura china, que incluye lo monetario y financiero, carece de sentido. Ha
afectado el crecimiento de la economía estadounidense, que superaba el 4 por
ciento anual y hoy chapotea en el 2 por ciento, y acercado al mundo a una
recesión que, sin ser lejana, no era inminente. Las medidas proteccionistas
contra China tomadas en mayo, que ahora se ampliarán con aranceles de diez por
ciento a importaciones que suman 300 mil millones de dólares, encarecieron los
productos que compraban los norteamericanos, golpearon la agricultura por las
represalias de China que a su vez encarecieron las exportaciones
estadounidenses y enviaron señales perturbadoras a inversores de medio mundo
(ya se sabe: no hay animal más cobarde que un millón de dólares). Esto último
debería haber sido obvio antes, pues ya en 2018 la inversión directa china en
Estados Unidos cayó un 83 por ciento como resultado del inicio, aquel año, de
la guerra comercial que va por su cuarta batalla.
Estados Unidos ha logrado, sí, que China tenga problemas.
Son serios, pues esa economía, aunque crece 6 por ciento, lo hace a su ritmo
más bajo en treinta años. Pero los efectos los sufre el mundo. Por ejemplo: los
países africanos y latinoamericanos que exportan materias primas, cuyo mayor
comprador marginal es, precisamente, China. Todo esto resulta aun más absurdo
si se tiene en cuenta que desde mayo, cuando se anunciaron las anteriores
medidas proteccionistas en Washington, China había impedido, con su
intervención, una caída precipitada del yuan que de otro modo habría sido inevitable.
Washington justifica la guerra comercial afirmando que China ha devaluado su
moneda para favorecer sus exportaciones. Si algo había sucedido desde mayo es
lo contrario. Ahora, en cambio, sí se ha producido una devaluación del yuan
tras el nuevo cañonazo proteccionista, pues Pekín ha decidido no seguir
sosteniéndolo tanto.
China manipula olímpicamente su moneda desde hace
décadas, por cierto, como la manipulan todos los Estados, incluyendo Estados
Unidos y Europa (como he tratado de explicar aquí muchas veces, la manipulación
monetaria fue una causa central de la hecatombe de 2008 y sus reverberaciones
posteriores). De hecho, Trump llevaba un año atacando a la Reserva Federal
porque no bajaba los intereses antes de que ese banco central, hace poco, se
sintiera obligado a hacer lo que le exigía la Casa Blanca (a todos los
Gobiernos los excita devaluar su moneda porque eso estimula artificialmente la
economía, clima muy propicio para una reelección). Eso es también manipulación
monetaria, como lo es hacer que los intereses sean negativos en los bonos de
media Europa, incluyendo Alemania, obligando a los que ahorran a pagar por
prestar dinero.
A estas catástrofes se suma la filosófica, es decir, el
que estos despropósitos de Washington, la capital del mundo libre, pongan a
Pekín, un Estado policial, en condición de víctima y de…¡dar a las democracias
liberales lecciones petulantes e hipócritas de libre comercio!
**Álvaro Vargas Llosa, Colaborador