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15/08/2018 | Very fine people

Pedro Rodriguez

Sin la Casa Blanca como referencia ética, EE.UU. es más vulnerable que nunca al extremismo racista

 

Washington D.C. es un escenario espectacular. La capital a orillas del río Potomac es el circus maximus de la democracia americana, lugar de grandes y relevantes acontecimientos políticos, donde convergen las instituciones de gobierno, toda clase de intereses, centros de pensamiento y la industria del tráfico de influencias. Todos ellos compitiendo por el bien más escaso en esa ciudad tan peculiar como fascinante: atención.

En búsqueda precisamente de atención, este domingo frente a la Casa Blanca se han congregado los mismos supremacistas que el año pasado hicieron una demostración de fuerza en la histórica localidad de Charlosttesville, Virginia, perpetrando el asesinato de una joven contra-manifestante. Esta vez, los organizadores esperaban centenares pero al final solo han aparecido una veintena de «nacionalistas blancos».

Pese a la escasa concurrencia, nadie debería pensar que se están mitigando las divisiones, la violencia y las tensiones raciales exacerbadas en los últimos tres años por Donald Trump. Jason Kessler, el organizador de estas dos manifestaciones, ha elegido la capital federal porque las autoridades de Charlottesville le negaron permiso para volver a la traumatizada localidad y presumir de lo peor de la historia de EE.UU..

Entre los nefastos capítulos que estos ultras miran con nostalgia destaca el German American Bund, organización fundada en 1936 para promover el nazismo en EE.UU. y que logró remedar los delirios hitlerianos de Núremberg en el Madison Square Garden de Nueva York con miles de seguidores uniformados. Aquellos nazis colaboraban con el Frente Cristiano del padre Charles Coughlin, cuyas diatribas antisemíticas eran seguidas por millones en la radio.

En 1925, el Ku Klux Klan, la violenta insurgencia sureña creada tras la guerra civil, tenía 4 millones de miembros y era capaz de ocupar las calles de Washington D.C. con sus siniestras túnicas, cruces y banderas. Y no hace tanto, en 1968, la extrema derecha racista enfiló la Casa Blanca con George Wallace y su American Independent Party.

Sin la Presidencia como referencia ética, Estados Unidos es más vulnerable que nunca al extremismo racista. Sobre todo cuando Trump dice que hay very fine people (gente muy buena) entre los supremacistas.

ABC (España)

 



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