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27/02/2018 | La geopolítica de los brutos y el Mundial de Rusia 2018

Borja Bergareche

Desde Hitler a Putin pasando por Catar y Corea del Norte, distintos regímenes han utilizado el deporte al servicio de sus objetivos estratégicos

 

La FIFA se fía de Putin. Apenas unas pocas horas después de la muerte de un agente de la Ertzaintza en el contexto de los violentísimos enfrentamientos entre ultras del Spartak de Moscú y del Athletic de Bilbao, el órgano de gobierno del fútbol mundial corrió a expresar el viernes su «completa confianza en la organización de la seguridad y el extenso concepto de seguridad desarrollado por las autoridades rusas» de cara al Mundial de Rusia 2018. Para qué dejar que una víctima de la barbarie altere un suculento negocio que sirve, además, perfectamente a los fines geoestratégicos del régimen que dirige Vladimir Putin.

El presidente ruso lleva desde 1999 alternando el cargo de primer ministro y de jefe del Estado de la Federación Rusa. Acaba de superar a Leonid Brézhnev como el dirigente más duradero después del propio Stalin. Y el mes que viene será reelegido sin sorpresa en unas nuevas «elecciones» presidenciales (permítanme las comillas), justo a tiempo para llegar ungido de poder a la inauguración del Mundial el 14 de junio. Una ocasión perfecta para blanquear el renovado papel de superpotencia que Moscú reclama ante una audiencia global cuyas últimas retransmisiones «made in Russia» han sido la anexión por la fuerza de Crimea en 2014, la guerra sucia en Ucrania, la interferencia en las elecciones presidenciales de EE.UU. y, en el ámbito deportivo, el escándalo de dopaje masivo en las Olimpiadas de Invierno de Sochi de 2014 que costó a Rusia la prohibición de participar en los recientes Juegos de Pyeongchang.

Pero nada, ni el matonismo ni el doping, logran empañar la unidad de destino en lo universal de la Rusia de Putin. «La prohibición de participar en las Olimpiadas de Invierno de 2018 ha sido en realidad un regalo para él», afirmaba recientementeAndrei Kolesnikov, especialista en Rusia del think-tank estadounidense Carnegie Endowment for International Peace. «Para Putin, supone el combustible perfecto para [reforzar] su concepto de fortaleza asediada, uno de los pilares de su legitimidad personal y su popularidad».

La utilización de los grandes eventos deportivos al servicio de la diplomacia internacional está en los propios orígenes griegos de la competición olímpica. Lo acabamos de ver en los Juegos de Invierno de Pyeongchang, donde las dos Coreas han escenificado un presunto esfuerzo reconciliatorio ante la mirada incómoda e impaciente del vicepresidente Pence de los Estados Unidos. El paripé no parece haber dado resultado: el viernes pasado, Trump anunció el paquete de sanciones energéticas más duro hasta la fecha contra empresas y petroleros vinculados al régimen norcoreano.

El propio Hitler, quien antes de su llegada al poder calificaba -como no- a las Olimpiadas como «una invención de judíos y masones», aprovechó con maestría los Juegos de Berlín de 1936. Aquellos a los que aspiraba también la Barcelona republicana y en los que triunfó -recordemos- el gran atleta negro Jesse Owens calzando unas muy alemanas zapatillas del empresario Adi Dassler, fundador de Adidas. Lo recuerda bien Mihir Bose, el periodista deportivo anglo-indio, en su libro «The Spirit of the Game». «Los nazis obtuvieron todo lo que querían: impresionaron a los extranjeros, demostraron a Hitler que podía ignorar las sanciones internacionales, y unificaron a los alemanes en torno al régimen».

La elección por el comité ejecutivo de la FIFA en 2010 de Rusia y Qatar como sedes de los Mundiales de 2018 y de 2022 apesta a corrupción. Según publicó «The Sunday Times», Putin habría regalado un cuadro de Picasso al entonces presidente de la UEFA, Michel Platini. El francés fue uno de los 22 electores bajo sospecha. Siete de ellos han sido acusados por las autoridades estadounidenses, Franz Beckenbauer por las alemanasÁngel María Villar por las españolas, y otros cinco han sido sancionados por la FIFA. La elección de dos países tan poco futboleros responde, en cualquier caso, al olfato geopolítico de Joseph Blatter, el suizo que dirigió el fútbol mundial desde 1998 hasta la redada del FBI contra la FIFA en 2015.

«Entendió muy pronto que el poder global estaba desplazándose hacia el Este», afirmaba Simon Kuper, especialista en fútbol del «Financial Times«, en una crítica de libro en el New York Review of Books.

La elección de Qatar -uno de los países más activos diplomáticamente en los últimos conflictos en Oriente Próximo- para el Mundial de 2022 acarrea el llamativo agravante de las elevadísimas temperaturas, por encima de los 40 grados, que sufre el emirato en verano. Una circunstancia que ha obligado a mover la competición, por primera vez en su historia, a los meses de noviembre-diciembre. Para desgracia de millones de aficionados civilizados al deporte rey, las hinchadas radicales de ciertos clubes rusos -«máquinas de pegar entrenadas en gimnasios y curtidas en peleas organizadas en bosques», según la descripción del corresponsal en Moscú de este diario, Rafa Mañueco- y de otros tantos equipos del fútbol internacional -los Herri Norte del Athletic, sin ir más lejos- desempeñan el papel de las legiones bárbaras de Atila en el tablero de la alta política global.

ABC (España)

 



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