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05/12/2017 | Arabia Saudí - El futuro del Reino de Saúd

Oscar Elía Mañú

Arabia Saudí es un desierto inmensamente pobre afortunadamente asentado sobre una inmensa riqueza petrolífera. La afirmación es banal, pero indiscutible: la presencia saudí en el mundo, la influencia en toda la región árabe, el proselitismo religioso por todo occidente son posibles gracias a la riqueza material petrolífera. Arabia Saudí no sólo ha encabezado tradicionalmente el ranking de países exportadores de petróleo, sino que sus reservas se consideran aún enormes, y la estabilidad económica ha permitido evitar las crisis de otros países, y convertir la exportación en un arma no sólo económica, sino también política y diplomática.

 

Si el poder económico saudí ha sido determinante en la evolución del país en las últimas décadas, lo ha sido aún más el gran tesoro espiritual guardado por la Casa de Saúd: desde el monopolio de los santos lugares mahometanos, La Meca y Medina ha logrado Arabia Saudí cimentar el liderazgo espiritual del mundo musulmán, especialmente dada la inestabilidad y el retraso chiíes y las dificultades de las otras monarquías suníes para encontrar un lugar propio en el mundo. Ningún país del mundo ha gozado, como Arabia Saudí, del monopolio de una religión.

Poder material y poder espiritual han fundamentado el éxito saudí. Sin embargo, en la última década, la evolución económica, religiosa y social del mundo musulmán han cambiado bruscamente. La globalización deja atrás prácticas financieras y económicas tradicionales; las nuevas técnicas de extracción de petroléo y la incorporación de nuevos países al selecto club de exportadores cambian el valor estratégico del crudo; la primavera árabe ha llevado la inestabilidad, ni más ni menos, que a Egipto y Siria; el islamismo global golpea en París o Londres en nombre de Alá; el agotamiento norteamericano y la decadencia europea están creando un vacío de poder llenado por rusos, chinos o iraníes. El cambio es indudable en el entorno saudí, especialmente en relación con Teherán, peligro cada vez más cercano y visible desde los palacios saudíes.

El despegue y la ambición iraní se plasman en tres hechos fácilmente reconocibles: primero, la incapacidad occidental para poner fin a un programa nuclear que será real en una década y convertirá a Teherán en una potencia nuclear; su agresiva política exterior, que permite establecer un arco geográfico de presencia e influencia que va desde Yemen a Líbano pasando por Iraq y Siria; su estrecho pacto con Rusia, que blinda internacionalmente las ambiciones de los ayatolás.

Por otro lado, el Reino se muestra, ante la brillantez y la opulencia del resto de Monarquías suníes del Golfo, cada vez más apagado y empobrecido: ¿en qué lugar queda Riad frente a Dubai o Doha? Mientras el resto de monarquías protagonizan la economía global, hacen sentir su presencia financiera en todo el mundo cristiano y pugnan por la iniciativa tecnológica e industrial, Arabia Saudí permanece ensimismada y anclada en una historia y una glorias más propias del siglo pasado que del futuro. No sólo está perdiendo la carrera ante el rival chií; la está perdiendo ante aquellos a los que antes lideraba sin problemas ante el rival chií.

Así las cosas, evitar la irrelevancia saudí tiene todo el sentido del mundo, y la revolución de Mohamed ben Salman es perfectamente lógica. Mario Noya ha trazado un completo análisis sobre el alcance de la revolución en Riad: ¿mera lucha por el trono y el poder en el Reino o esfuerzo de adaptación de un país que pierda la carrera por el siglo XXI? En cualquier caso, la inercia saudí mantiene al país sumergido en la corrupción económica y el despilfarro, la irrelevancia política y la impotencia militar. El liderazgo saudí está cada vez más atenuado, y basta un poco de imaginación para concluir que su deterioro aumentará en los próximos años. Sea como sea el mundo árabe en el año 2050, lo que parece claro es que de seguir así Salman no tendrá ocasión de liderarlo tal y como lo pudo hacer su abuelo. Y veremos si el Reino sobrevive sin esa capacidad de liderazgo.

Pero en caso de ser sinceros, la voluntad y las intenciones del joven Salman no serán suficientes. La proyección iraní es formidable: no solo es que sea capaz de amenazar a las monarquías del golfo levantando a las masas chiíes, sino que puede extender su brazo territorial desde Teherán hasta Beirut, y la visita y buenas relaciones con la Rusia de Putin sitúan al régimen de Irán en el corazón mismo de las discusiones estratégicas globales. El chiísmo goza hoy de un prestigio que pocos antes preveían. La pérdida de terreno en el campo ideológico-religioso corre paralela a la pérdida de capacidad militar saudí: el problema de Yemen es ejemplo lo suficientemente grave para comprobar las limitaciones militares de Riad. El creciente interés occidental en el resto de monarquías del golfo, más brillantes y atractivas desde el punto de vista turístico o económico que el Reino de los Saúd, sitúa a Arabia saudí y en una posición de franca inferioridad, y de enorme vulnerabilidad: ni siquiera la exportación de petróleo, cada vez menos decisivo en las relaciones internacionales, parece ser capaz de paliar la decadencia del Reino.

La evidencia que parece esconderse tras todo esto es la siguiente: Arabia Saudí por sí sola ya no puede jugar el papel que tradicionalmente ha jugado y que se le ha reconocido por parte de unos y de otros. Y al perder ese papel de liderazgo económico y espiritual, la estabilidad del régimen y del mismo país tiende a estar también en riesgo. Salman se juega algo más que el trono.

Si quiere sobrevivir a la ofensiva iraní, si quiere continuar como potencia regional a la cabeza del mundo suní, a Arabia Saudí no le queda más remedio que buscar el apoyo occidental. En términos institucionales, solo una correcta (re)inserción de Arabia Saudí en el sistema internacional puede permitir a la Casa de Saúd continuar siendo la referencia en el mundo islámico y romper el creciente ascenso iraní. Desde el punto de vista económico, el progreso de la región pasa en todo caso por las relaciones comerciales con los países occidentales, esenciales en la economía de toda la región. En tercer lugar, desde el punto de vista militar, solo una reacción de las potencias occidentales ante el eje ruso-iraní podría frenar las aspiraciones de Teherán en la región y restaurar cierto equilibrio favorable a los saudíes. Sin el soporte militar norteamericano, Riad no tiene apenas posibilidades.

Pero este apoyo en las potencias occidentales, que favorece también a éstas, no puede ningún caso resultar gratis a la casa de Saúd. La situación actual se basa no poco en la responsabilidad de Riad. El boomerang petrolífero, el uso de los petrodólares occidentales para socavar la legitimidad occidental y penetrar sus instituciones a través de la propaganda y la propagación religiosa ha sido y es habitual, y no basta con responder que Qatar también lo hace, y de forma más directa, agresiva y violenta. Hace ya años que Arabia Saudí descubrió que el yihadismo es tan peligroso para el país como para los occidentales, y su colaboración en materia antiterrorista es cada vez más sincera y efectiva, aunque lastrada por el peso excesivo que los clérigos tienen en la administración del país.

Pero queda su negativa a aceptar que una de las fuentes de éste es la política de proselitismo que Riad patrocina desde hace años a lo largo de todo el mundo musulmán, Europa y Estados Unidos. La última visita de Trump al país, llena de pragmatismo y de sentido común, debió servir para entender las consecuencias del peligroso juego saudí: colaboración norteamericana a cambio de un sincero cambio respecto a la seguridad de la región y de occidente. También en esto tiene Trump razón: un cambio profundo en la actitud saudí respecto al proselitismo islámico e islamista podría desbloquear las reticencias más que justificadas que occidente –más allá de las élites políticas, culturales y mediáticas corrompidas por los petrodólares- mantiene respecto a las hasta ahora sórdidas intenciones de Riad.

Claro que aquí llegamos al nudo gordiano de la situación, como el lector pesimista ha adivinado. La política de apertura y renovación saudí choca precisamente con el carácter profundamente cerrado y homogéneo de la religión islámica, que constituye al mismo tiempo la razón de ser del reino. Cimentada la legitimidad saudí sobre un hecho espiritual, es este mismo hecho espiritual el que lastra cualquier posibilidad de supervivencia: ¿cómo abandonar prácticas de agresiva propaganda islámica por parte de un Reino fundamentado sobre la defensa cerrada de dichas prácticas? ¿cómo conducir al Reino por una senda de modernización económica, institucional y diplomática aparentemente contrarias a la religión que la Casa de Saúd ha jurado proteger y promover?

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 



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