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20/05/2017 | Brasil y América Latina, sacudidos por la corrupción

América Economía Staff

Un segundo impeachment presidencial amenaza a Brasil en menos de un año, esta vez como consecuencia de la orgía de corruptela política y empresarial que tiene postrado a este país.

 

La lista de hechos parecidos que se han destapado recientemente en la región parece interminable. 

El arresto en Guatemala e Italia de dos ex gobernadores mexicanos, militantes del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), ha sido el más reciente golpe a la credibilidad del proceso de redemocratización de ese país. 

En Chile, uno de los países percibidos como menos corrupto de la región, observa cómo la popularidad del gobierno de la presidenta Michele Bachelet se ha venido al suelo por una combinación de mala gestión, improvisadas reformas y una seguidilla de escándalos de corrupción que han involucrado a su familia, la banca, partidos políticos, empresarios, altos funcionarios de gobierno, militares y la policía uniformada. 

En Argentina, la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner enfrenta a la justicia acusada de concesión fraudulenta de contratos de obras públicas que llegan a varios centenares de millones de dólares.

Pero es en Brasil donde la investigación de hechos de corrupción ha llevado a la parálisis política, el colapso del mercado bursátil y una crisis constitucional que amenaza con derrocar una vez más al gobierno.

El último capítulo del escándalo Lava Jato comenzó en diciembre con la multa de US$ 3.500 millones que pagó en diciembre la gigante de ingeniería brasileña Odebrecht, en un acuerdo extrajudicial con la fiscalía de Nueva York.

El mayor escándalo de sobornos en la historia latinoamericana, instrumentalizado por el monopolio petrolero estatal brasileño Petrobras, adjudicando proyectos a empresas a cambio de dinero bajo la mesa para financiar las campañas electorales del partido de gobierno en Brasil, detonó la caída de la ex presidenta Dilma Rousseff e involucra al ex presidente Lula. Y ahora, con las recientes revelaciones de presunta participación directa en un caso de soborno del actual jefe de estado, Michel Temer, la presidencia de Brasil puede quedar acéfala.

El caso Petrobras llevó a prisión a Marcelo Odebrecht, hoy ex CEO de la mayor empresa de ingeniería y construcción de América Latina. Tras llegar a un acuerdo con la fiscalía para testificar a cambio de una reducción de su condena, Odebrecht ha declarado que su empresa pagó ilegalmente cerca de US$ 1.000 millones a gobernantes, funcionarios y partidos de gobierno de diez países de la región, a cambio de que se le adjudicaran contratos en proyectos públicos de infraestructura. De paso, delató a decenas de celebridades de la política y el empresariado de Brasil y está haciendo temblar a ex legisladores y altos funcionarios de gobierno de varios países a lo largo y ancho de América Latina, incluyendo a varios presidentes.

Los escándalos han dañado la percepción que el mundo tiene de la región y sus gobiernos. México, por ejemplo, en el año 2000 ocupaba el lugar 59 del ranking de percepción de corrupción de Transparency International, que ordena a 176 de países de menos a más corruptos. En 2016, México había caído al lugar 123. En el mismo período, Brasil bajó del puesto 41 al 71; Chile descendió del puesto 18 al 24, y en 2016 fue reemplazado por Uruguay como el país considerado menos corrupto de la región.

Es casi imposible de medir cuánto les ha costado esto a los países latinoamericanos en términos de inversión extranjera y crecimiento. Hay evidencia clara, sin embargo, de una correlación inversa entre la percepción de la competitividad de un país y la percepción de sus niveles de corrupción. La corrupción es la mayor traba para el desarrollo económico en el mundo, plantea el Banco Mundial, y América Latina es la segunda región más corrupta del mundo después de África. El World Economic Forum estima en US$ 1 billón (un millón de millones de dólares) el costo anual de la corrupción a nivel global. El Banco de México, instituto emisor de ese país, estimó en 9% del PIB el costo de la corrupción a nivel nacional en el año 2015.

¿Señal de que avanzamos?

El destape de grandes casos de corrupción, a partir de 2015 y especialmente en 2016, muestra un problema que crece. Pero el escándalo Odebrecht, que tiene por las cuerdas o prófugos de la justicia a más de un presidente o ex presidente latinoamericano, puede ser paradojalmente una buena noticia. Así lo ven Transparency International (TI), el World Economic Forum y el Banco Mundial, argumentando que lo que ha aumentado no es la corrupción, sino la lucha contra la corrupción. En casi todos los casos, con la excepción de los Panama Papers, los escándalos han sido producto de investigaciones judiciales y acciones contraloras de los gobiernos.

La multinacionalización de los escándalos, agrega TI, evidencia creciente comunicación y colaboración entre  las entidades reguladoras y fuerzas policiales a lo ancho y largo de la región, además de las de Estados Unidos y Europa. La maldición podría terminar siendo una bendición para el futuro de la región.

Esto es consistente además con la inteligencia que se ha podido desarrollar sobre el tema a nivel mundial. Varios estudios han establecido una correlación inversa entre el número de juicios y arrestos por corrupción en un país y los niveles de corrupción existentes. Los países con muchos juicios y muchos arrestos muestran menores niveles efectivos de corrupción, y en los países más corruptos casi no hay juicios ni arrestos por delitos de corrupción.

También está el efecto demostración de los actuales escándalos. El caso Odebrecht dificultará que otra multinacional latinoamericana se atreva a hacer algo parecido. Que Marcelo Odebrecht esté en la cárcel ha demostrado que el dinero no es omnipotente. Los pecados de Odebrecht, que son muchos, han tenido el efecto colateral de mostrar que la democracia brasileña funciona a pesar de sus defectos, que su poder judicial es independiente y que su prensa tiene libertad para exponer escándalos caiga quien caiga.

Y el caiga quien caiga está muy lejos de ser una exageración. El mayor escándalo de sobornos en la historia de América Latina tiene en ascuas, además del presidente Temer, al hasta ayer campeón de la ética peruana, el ex presidente Toledo, al ex presidente de Panamá y hasta al mandatario colombiano y Premio Nobel de La Paz, José Manuel Santos.

Los escándalos también ayudan a dibujar un plano sobre lo que queda por hacer.

Lo primero es fortalecer las instituciones, asegurar la separación de los poderes del Estado y tomarse muy en serio la libertad de prensa. Lo que sucedió en Brasil no podría pasar en Venezuela, donde no hay libertad de prensa y donde Nicolás Maduro tiene al poder judicial en sus manos.

También es clave establecer o actualizar las leyes que definen, regulan y penalizan los delitos de corrupción, como las relativamente recientes Ley Contra el Lavado de Dinero promulgada en México en 2012 y la Ley Anti Sobornos de Brasil, en vigencia desde 2014. Esos cuerpos legales requieren, entre otras cosas, aumentar las penas por delitos de corrupción cuando ellas son claramente insuficientes, como sucede en el caso de Chile.

Los marcos regulatorios y normativos deberían también dar protección al whistleblower, el empleado o funcionario que descubre conductas corruptas o delictuales en su empresa y las denuncia a la opinión pública o a la justicia. Proteger a un delator es difícil en cualquier organización del mundo, pero la evidencia muestra su efectividad, tanto a nivel de gobiernos como empresas.

La tarea es difícil en todos los niveles, pero pensamos que las cosas están mejorando, no empeorando. La justicia se está imponiendo, y tanto gobernantes como empresarios deben apreciarlo cuando se sientan tentados de ofrecer o aceptar un soborno, evadir impuestos o legislar torcidamente a favor de algo que los favorece personalmente. Si no se aplica la justicia a los corruptos, la lección para los ciudadanos será clara y muy dañina: no pagar impuestos si la elite los elude y no le pasa nada; no respetar la ley, si la elite no lo hace impunemente y sigue gozando de su poder.

Todo esto no resuelve el problema de gobernabilidad de corto plazo en Brasil. Muchos sectores políticos están pidiendo su renuncia, y en el primer día del estallido del escándalo, Temer se resiste a renunciar y acusa una conspiración y un montaje. Dado que el diálogo que lo incrimina fue con el empresario dueño de JBS, la mayor empresa de carne del mundo, y que JBS fue alimentada con generosos créditos estatales en los tiempos de Lula, este es el reino de los intereses oscuros y de las sospechas. Tras la confesión, sin embargo, del dueño de JBS que incrimina a Lula, a Dilma Rouseff y al propio Temer de haber recibido todos decenas de millones de dólares en sus cuentas personales, coincidimos con el director de Transparency International, Jose Ugaz,  cuando dice que “con acusaciones tan serias como éstas, el presidente Michel Temer debe considerar renunciar por respeto a los extraordinarios esfuerzos y recientes logros de Brasil en su histórica lucha contra la corrupción”. De renunciar Temer, la jefatura de gobierno recaería en el presidente de la Cámara, y tras él en el presidente del Senado, pero ambos están siendo investigados por corrupción… La tercera en la lista es la presidenta de Tribunal Supremo Federal. En caso de renuncia de Temer, tras 30 días deberían organizar elecciones indirectas a presidente por los miembros de ambas cámaras del Congreso, pero hay muchas incógnitas que la Constitución no ha previsto. Nosotros simpatizamos más con la idea de que –de salir Temer de la presidencia- sus sucesores organicen prontamente elecciones directas, esperando que estas permitan abrir nuevos respiraderos y nuevos liderazgos limpios y responsables frente a un escenario político hoy copado, en su enorme mayoría, por actores marcados a fuego por la corrupción.

América Economía (Chile)

 



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