Los europeos actuales tendemos a tener poca conciencia de la historia. Pensamos nuestro mundo a corto plazo: el pasado es siempre el pasado más cercano, el más lejano nos parece demasiado lejano, y verlos en conjunto nos exige un esfuerzo que, en la era de twitter y las series de TV a la carta, nos cuesta hacer. Por eso tendemos fácilmente a olvidar dos cosas.
Primero,
que Europa no nació con la Unión Europea: el periodo histórico que cubre la
Unión es insignificante en relación con los veinte siglos de aventura
europea. Y segundo, que no tuvo que esperar a la llegada de la UE para ser
la sociedad más fuerte y pujante de la tierra. De hecho, lo que caracteriza a
la UE es precisamente ser la solución de compromiso en el momento en el que el
continente europeo se encuentra en sus horas más bajas.
Tampoco
la idea de unidad europea se debe a la UE. La idea de una comunidad europea de
naciones es tan vieja como la civilización europea. La presencia en un mismo
solar de potencias políticas y militares distintas, con tensiones y rivalidades
constantes, pero unidas de fondo por un mismo acervo cultural ha sido no sólo
la historia de Europa: constituye su esencia. Mantener la unidad en la
diversidad, o la diversidad con unidad ha constituido el
sentido de la historia de la civilización europea, desde el Sacro Imperio hasta
la Christianitas o incluso la Westfalia moderna. Un difícil equilibrio del que
los europeos han sido tradicionalmente conscientes.
Todos estos
proyectos, con la única excepción de los dos proyectos totalitarios del siglo
XX, se basaban en dos premisas. Primero que el proyecto de comunidad
europea debe basarse en la solidaridad, colaboración y coexistencia
pacífica de países distintos: nunca en su extinción vía unificación. Aún cuando
muchos hayan convivido bajo una misma corona, nunca ésta ha buscado la
unificacion. Europa es lo suficientemente rica y variada como para que nadie en
su sano juicio se le ocurriese pensar en unificarla en un único espacio
político y social que abarcase desde Lisboa a Polonia, desde Atenas a Dublín.
La historia de Europa es justamente la historia de la conciencia de estos
límites.
En segundo
lugar, los europeos hoy olvidan que tendencia a la comunidad europea ha estado
basada sobre un determinado pilar: la civilización cristiana. Ésta
había tomado el relevo del Imperio Romano, enriqueciéndolo y dotándolo de un mensaje
íntimo y universal al mismo tiempo. Durante siglos de grandeza Europa se fundía
y se confundía, para los europeos y para quienes no lo eran, con la
Cristiandad. Ésta es su alma y su personalidad. Los viejos países
europeos podían discutir y hacer la guerra por una interpretación del
cristianismo, pero no por la negación del cristianismo en sí, ni del orden
natural y social que de él se desprende. Éste era, en el fondo, digno de
cuidado y protección, porque daba sentido a las instituciones europeas, fuesen
monarquías o parlamentos.
La UE
contra Europa
Los
llamados padres fundadores de Europa, con una conciencia histórica clara
y unas creencias religiosas bien arraigadas, no eran ajenos a todo
esto. La unidad europea debía basarse en el respeto a la comunidad diversa de
naciones europeas, cada una con su propia personalidad, aunque asentada sobre
una religión, una cultura, una tradición común. Para Schuman o Monet la Europa
cristiana, precisamente por cristiana, podía y debía hacer convivir pacíficamente
a naciones tan distintas.
Hoy en día,
esta conciencia prudente, realista y profunda ha saltado por los aires.
La Unión Europea, el conjunto de instituciones y organismos que hoy en día
llamamos comunitarios, se ha encargado de combatir con saña ambas ideas. Por un
lado, las élites no sólo políticas sino también intelectuales y culturales,
tanto de la UE como los países miembros, se asientan sobre una renuncia
explícita al cristianismo. No solo se trata de que le den la espalda. En
verdad, como los creyentes saben bien, ante Dios no cabe la indiferencia. O se
cree en él de una u otra manera, o se considera su existencia, la suya y la de
la religión un engorro para el poder civil, para la Ciudad de los hombres. La
UE ha optado por esto último, aunque en su defensa hemos de decir que no se
diferencia en esto en nada de la mayoría de los Estados miembros. La explícita
y activa renuncia a reconocer las raíces cristianas en la fracasada
Constitución Europea de 2004 mostraba la ruptura así decisivamente con siglos
de tradición europea.
Descartando
del cualquier proyecto de unidad política las raíces cristianas, la Unión
Europea debía buscar un sustituto, porque ciertamente no se puede construir una
unidad política sin una comunidad de creencias que la sostenga. En su búsqueda
ha ido encontrando dos. En primer lugar, una nueva religión:
elevando la democracia y el europeísmo a categorías religiosas, a través de una
ética de mínimos constituida en una suerte de religión oficial. La tolerancia
pasiva, la autonomía subjetiva, el relativismo político y moral. Hoy en día, la
UE decreta “días europeos”, sus instituciones decretan campañas de
“concienciación” moral, y sus dirigentes marcan lo correcto y lo incorrecto a
los europeos,
A esta
moral se ha sumado un segundo elemento: el burocratismo y el formalismo
jurídico, como instrumentos para acabar con las fronteras políticas. La
vida política de las naciones se ha visto progresivamente sustituida por este
funcionamiento técnico y administrativo del superestado europeo: la actividad
política se ha ido diluyendo conforme los Estados miembros cedían competencias
a la Unión. Los españoles lo sabemos bien: los gobiernos de Zapatero o Rajoy
han sido meros ejecutores y gerentes de las directivas comunitarias, algo así
como funcionarios delegados de cada vez más atribuciones comunitarias.
En la Europa soñada por la UE no hay discusión, no hay deliberación, no hay
elección posible en los Estados miembros, porque la legitimidad sólo está en el
superestado: a las viejas naciones queda sólo la ejecución administrativa de
las directrices comunitarias, da igual que se trate de Praga, Madrid o
Vilna.
El
hombre light europeo
Destrucción
del alma cristiana europea, construcción del estado universal burocrático. Ambas
aberraciones, hemos de decirlo, no son creación de la Unión Europea, sino que
son símbolo de nuestro tiempo. El europeo actual es la última modalidad de
hombre moderno. No tiene convicciones morales fuertes, y tiende a
mirar con sospecha a quien las tiene; acepta las directrices 'técnicas' de
burócratas y expertos, porque no hay legitimidad política fuera del proyecto
comunitario; no debe tener fe, o debe esconderla en su vida privada
sin llevarla a su vida social; renuncia a las tradiciones, enemigas del
progreso; paga los impuestos, sin poder preguntar a dónde y de qué manera van a
parar; y goza del bienestar y de la vida placentera que
pedagogos, psicólogos y técnicos le proponen, sin poder oponer a la ciencia
razón moral alguna.
En el
fondo, el proyecto comunitario de tábula rasa entre países sólo podía
construirse sobre el igualitarismo gris y mediocre del hombre-light.
Un único tipo de hombre, intercambiable y e igualmente presente en las costas
del Atlántico, en las llanuras centroeuropeas o en las islas británicas.
Pero
esta destrucción del orden moral europeo, es decir, de su alma; y
del orden político, es decir de la independencia de sus orgullosas naciones,
tiene sus consecuencias. Los europeos tienen dificultades para descubrir
quiénes son y a donde van en cuanto europeos; carecen de una visión del orden
natural y moral que les permita definir qué es bueno y malo, qué es peor o
mejor para sus sociedades y países; no son capaces de escapar del cortoplazo,
ni de fijarse metas más allá del bienestar material más primitivo; no ven
sentido alguno en defender una civilización, una tradición y una cultura,
puesto que un proyecto político relativista, sin principios morales sólidos ni
personalidad histórica, no merece la pena ser defendido. El resultado es la
extensión de la frustración, la desilusión, el desengaño ante un proceso de
construcción europea basado en la destrucción de la personalidad europea y la
libertad de sus naciones.
Aún peor,
forma parte de esta misma crisis europea nuestra incapacidad para observar las
cosas en perspectiva histórica y salir del cortoplacismo. Así,
políticos y medios de comunicación prefieren descargar la responsabilidad de
los problemas de la UE y de Europa entera en lo superficial: cargan con la
culpa la eurofobia, el populismo, la extrema derecha y la ignorancia de los
pueblos al votar. Las dos grandes causas de la decadencia europea fomentadas
por la Union Europea, el rechazo al cristianismo y el maltrato a las naciones,
permanecen ocultas.
No son Le
Pen, Trump o Theresa May los que ponen en peligro Europa: es la propia Unión
Europea la que se revuelve contra siglos de historia y de civilización,
poniendo en peligro el verdadero sentido de una comunidad europea de naciones
libres y unidas.
**http://gees.org/articulos/la-ue-contra-europa#sthash.cSYEKzmW.dpuf
****Publicado en La Gaceta, 11 de mayo de 2017