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18/05/2017 | Opinión - La UE contra Europa

Oscar Elía Mañú

Los europeos actuales tendemos a tener poca conciencia de la historia. Pensamos nuestro mundo a corto plazo: el pasado es siempre el pasado más cercano, el más lejano nos parece demasiado lejano, y verlos en conjunto nos exige un esfuerzo que, en la era de twitter y las series de TV a la carta, nos cuesta hacer. Por eso tendemos fácilmente a olvidar dos cosas.

 

Primero, que Europa no nació con la Unión Europea: el periodo histórico que cubre la Unión es insignificante en relación con los veinte siglos de aventura europea. Y segundo, que no tuvo que esperar a la llegada de la UE para ser la sociedad más fuerte y pujante de la tierra. De hecho, lo que caracteriza a la UE es precisamente ser la solución de compromiso en el momento en el que el continente europeo se encuentra en sus horas más bajas.

Tampoco la idea de unidad europea se debe a la UE. La idea de una comunidad europea de naciones es tan vieja como la civilización europea. La presencia en un mismo solar de potencias políticas y militares distintas, con tensiones y rivalidades constantes, pero unidas de fondo por un mismo acervo cultural ha sido no sólo la historia de Europa: constituye su esencia. Mantener la unidad en la diversidad, o la diversidad con unidad ha constituido el sentido de la historia de la civilización europea, desde el Sacro Imperio hasta la Christianitas o incluso la Westfalia moderna. Un difícil equilibrio del que los europeos han sido tradicionalmente conscientes.

Todos estos proyectos, con la única excepción de los dos proyectos totalitarios del siglo XX, se basaban en dos premisas. Primero que el proyecto de comunidad europea debe basarse en la solidaridad, colaboración y coexistencia pacífica de países distintos: nunca en su extinción vía unificación. Aún cuando muchos hayan convivido bajo una misma corona, nunca ésta ha buscado la unificacion. Europa es lo suficientemente rica y variada como para que nadie en su sano juicio se le ocurriese pensar en unificarla en un único espacio político y social que abarcase desde Lisboa a Polonia, desde Atenas a Dublín. La historia de Europa es justamente la historia de la conciencia de estos límites.

En segundo lugar, los europeos hoy olvidan que tendencia a la comunidad europea ha estado basada sobre un determinado pilar: la civilización cristiana. Ésta había tomado el relevo del Imperio Romano, enriqueciéndolo y dotándolo de un mensaje íntimo y universal al mismo tiempo. Durante siglos de grandeza Europa se fundía y se confundía, para los europeos y para quienes no lo eran, con la Cristiandad. Ésta es su alma y su personalidad. Los viejos países europeos podían discutir y hacer la guerra por una interpretación del cristianismo, pero no por la negación del cristianismo en sí, ni del orden natural y social que de él se desprende. Éste era, en el fondo, digno de cuidado y protección, porque daba sentido a las instituciones europeas, fuesen monarquías o parlamentos. 

La UE contra Europa

Los llamados padres fundadores de Europa, con una conciencia histórica clara y unas creencias religiosas bien arraigadas, no eran ajenos a todo esto. La unidad europea debía basarse en el respeto a la comunidad diversa de naciones europeas, cada una con su propia personalidad, aunque asentada sobre una religión, una cultura, una tradición común. Para Schuman o Monet la Europa cristiana, precisamente por cristiana, podía y debía hacer convivir pacíficamente a naciones tan distintas. 

Hoy en día, esta conciencia prudente, realista y profunda ha saltado por los aires. La Unión Europea, el conjunto de instituciones y organismos que hoy en día llamamos comunitarios, se ha encargado de combatir con saña ambas ideas. Por un lado, las élites no sólo políticas sino también intelectuales y culturales, tanto de la UE como los países miembros, se asientan sobre una renuncia explícita al cristianismo. No solo se trata de que le den la espalda. En verdad, como los creyentes saben bien, ante Dios no cabe la indiferencia. O se cree en él de una u otra manera, o se considera su existencia, la suya y la de la religión un engorro para el poder civil, para la Ciudad de los hombres. La UE ha optado por esto último, aunque en su defensa hemos de decir que no se diferencia en esto en nada de la mayoría de los Estados miembros. La explícita y activa renuncia a reconocer las raíces cristianas en la fracasada Constitución Europea de 2004 mostraba la ruptura así decisivamente con siglos de tradición europea. 

Descartando del cualquier proyecto de unidad política las raíces cristianas, la Unión Europea debía buscar un sustituto, porque ciertamente no se puede construir una unidad política sin una comunidad de creencias que la sostenga. En su búsqueda ha ido encontrando dos. En primer lugar, una nueva religión: elevando la democracia y el europeísmo a categorías religiosas, a través de una ética de mínimos constituida en una suerte de religión oficial. La tolerancia pasiva, la autonomía subjetiva, el relativismo político y moral. Hoy en día, la UE decreta “días europeos”, sus instituciones decretan campañas de “concienciación” moral, y sus dirigentes marcan lo correcto y lo incorrecto a los europeos,

A esta moral se ha sumado un segundo elemento: el burocratismo y el formalismo jurídico, como instrumentos para acabar con las fronteras políticas. La vida política de las naciones se ha visto progresivamente sustituida por este funcionamiento técnico y administrativo del superestado europeo: la actividad política se ha ido diluyendo conforme los Estados miembros cedían competencias a la Unión. Los españoles lo sabemos bien: los gobiernos de Zapatero o Rajoy han sido meros ejecutores y gerentes de las directivas comunitarias, algo así como funcionarios delegados de cada vez más atribuciones comunitarias. En la Europa soñada por la UE no hay discusión, no hay deliberación, no hay elección posible en los Estados miembros, porque la legitimidad sólo está en el superestado: a las viejas naciones queda sólo la ejecución administrativa de las directrices comunitarias, da igual que se trate de Praga, Madrid o Vilna. 

El hombre light europeo

Destrucción del alma cristiana europea, construcción del estado universal burocrático.  Ambas aberraciones, hemos de decirlo, no son creación de la Unión Europea, sino que son símbolo de nuestro tiempo. El europeo actual es la última modalidad de hombre moderno. No tiene convicciones morales fuertes, y tiende a mirar con sospecha a quien las tiene; acepta las directrices 'técnicas' de burócratas y expertos, porque no hay legitimidad política fuera del proyecto comunitario; no debe tener fe, o debe esconderla en su vida privada sin llevarla a su vida social; renuncia a las tradiciones, enemigas del progreso; paga los impuestos, sin poder preguntar a dónde y de qué manera van a parar; y goza del bienestar y de la vida placentera que pedagogos, psicólogos y técnicos le proponen, sin poder oponer a la ciencia razón moral alguna. 

En el fondo, el proyecto comunitario de tábula rasa entre países sólo podía construirse sobre el igualitarismo gris y mediocre del hombre-light. Un único tipo de hombre, intercambiable y e igualmente presente en las costas del Atlántico, en las llanuras centroeuropeas o en las islas británicas. 

Pero esta destrucción del orden moral europeo, es decir, de su alma; y del orden político, es decir de la independencia de sus orgullosas naciones, tiene sus consecuencias. Los europeos tienen dificultades para descubrir quiénes son y a donde van en cuanto europeos; carecen de una visión del orden natural y moral que les permita definir qué es bueno y malo, qué es peor o mejor para sus sociedades y países; no son capaces de escapar del cortoplazo, ni de fijarse metas más allá del bienestar material más primitivo; no ven sentido alguno en defender una civilización, una tradición y una cultura, puesto que un proyecto político relativista, sin principios morales sólidos ni personalidad histórica, no merece la pena ser defendido. El resultado es la extensión de la frustración, la desilusión, el desengaño ante un proceso de construcción europea basado en la destrucción de la personalidad europea y la libertad de sus naciones. 

Aún peor, forma parte de esta misma crisis europea nuestra incapacidad para observar las cosas en perspectiva histórica y salir del cortoplacismo. Así, políticos y medios de comunicación prefieren descargar la responsabilidad de los problemas de la UE y de Europa entera en lo superficial: cargan con la culpa la eurofobia, el populismo, la extrema derecha y la ignorancia de los pueblos al votar. Las dos grandes causas de la decadencia europea fomentadas por la Union Europea, el rechazo al cristianismo y el maltrato a las naciones, permanecen ocultas.

No son Le Pen, Trump o Theresa May los que ponen en peligro Europa: es la propia Unión Europea la que se revuelve contra siglos de historia y de civilización, poniendo en peligro el verdadero sentido de una comunidad europea de naciones libres y unidas.

**http://gees.org/articulos/la-ue-contra-europa#sthash.cSYEKzmW.dpuf

****Publicado en La Gaceta, 11 de mayo de 2017

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 



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