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11/02/2017 | La hora de los monstruos

Jorge L. Daly

Los engendros surgen del abandono de millones por la globalización económica. La genialidad del Trump candidato fue identificarse con sus frustraciones

 

Los tiempos que vivimos destacan la vigencia de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.” Ya han cobrado víctimas importantes. Brexit y Trump mancillan la herencia de Ronald Reagan y Margaret Thatcher que tanto hicieron para propagar las virtudes de las libertades políticas y económicas. A un cuarto de siglo del episodio histórico que coronó sus esfuerzos –la disolución de la Unión Soviética– el terreno sería para ellos irreconocible. Pienso que nunca llegaron a imaginar los monstruos que irrumpen en la escena de varios países de occidente: las masas desafectadas que ungen o están próximas a ungir a líderes incompetentes y xenófobos, populistas que parodian la democracia y violan los preceptos de la libertad económica.

Los monstruos surgen del abandono de millones por la globalización económica. La genialidad del Trump candidato fue identificarse con sus frustraciones. En él encontraron una voz, cruda y vulgar, pero efectiva por su ataque frontal a las élites del país. Ante los ojos de los millones que votaron por él, las élites políticas, desde varios años atrás, habían perdido legitimidad por haberse entregado a los intereses estrechos de los adinerados. Cayeron no por la pugnacidad de un hombre inmoderado sino por la obscenidad transparente de su prostitución política y el peso de su indolencia.

Tienta interpretar el fenómeno Trump solo como un bache que hemos encontrado en el camino. Bajo esta perspectiva, el legado de Reagan y Thatcher pervive porque la globalización económica responde a la lógica de un proceso inexorable que nos conduce a un destino de mayor prosperidad para el mundo entero. En efecto, basta constatar que en el último cuarto de siglo han sido cientos de millones las personas que en países de menor desarrollo han salido de la pobreza extrema merced al libre comercio. En cuanto a los países desarrollados, más en concreto los segmentos sociales que perdieron con la globalización, sus problemas no se subsanan con el proteccionismo que retarda el crecimiento económico. Se resuelven con “más de los mismo” porque más temprano que tarde la racionalidad comercial impone su lógica sobre la política y cultura general de una sociedad.

Pero, ¿es verdaderamente así? Revisemos un poco la historia. Períodos de globalización económica “en esteroides”, como el vivido en los últimos 25 años, los hemos tenido, al menos desde 1848. Y, todos, absolutamente todos, de mayor o menor duración, han terminado en estrepitosos fracasos que han tenido el sello de crisis financieras, recesiones, desempleo, profundo malestar social, rupturas del orden económico-político internacional y hasta guerras. Segundo, se presta insuficiente atención a los costos extraordinariamente altos subyacentes en este último período de globalización. Uno de ellos es la desigualdad de ingresos y activos que raya con lo obsceno en casi todos los países del mundo. Otro es la presión que se ejerce sobre los recursos limitados de nuestro planeta para elevar nuestros niveles de consumo. Al respecto, hay estudios que señalan que usamos cada año el 150% de los recursos que la Tierra precisa para renovarse naturalmente. Otro más escapa de los linderos de la economía: la desazón y sensación de impotencia que cunde en los millones de personas sin rumbo en naciones ricas y pobres. Al respecto, hay estudios que revelan que el número de suicidios en el mundo duplica al año al número de muertes producto de guerras civiles y entre países.

Estos costos suponen una denuncia del paradigma económico vigente desde hace 250 años, el mismo que ha sido decisivo para alcanzar la prosperidad lograda desde entonces. Nuestros tiempos obligan a plantear que “no solamente de economía vive el hombre”, que otras formas también lo alimentan. El caso del Brexit ilumina: el cómputo del referéndum reveló que muchos distritos que económicamente se perjudicaban con la salida de la Eurozona votaron mayoritariamente a favor de esta opción. La interpretación fácil es que sus habitantes o se dejaron engañar por políticos demagogos o, a sabiendas de que se iban a perjudicar, se “dispararon en el pie.” Si fue lo último, y bajo la premisa de que el votante británico es más educado que en otros países, ¿por qué lo harían? ¿No sería, como en los Estados Unidos, por el resentimiento ante la abismante disparidad socioeconómica que los 25 años de globalización desbocada gestaron, y el profundo desprecio a las élites políticas que la gestionaron?

La ideología del mercado libre que sostiene al proceso globalizador nunca podrá ofrecer una respuesta apropiada a una crisis signada por la deslegitimación de las instituciones. En Estados Unidos y el Reino Unido, los guardianes de ellas, vale decir, sus élites políticas, tecnocráticas, intelectuales y empresariales, fracasaron por no prever el impacto desigual de la globalización. Su premisa implícita pareció ser que mientras hubiera que repartir un poquito a los muchos y mucho a los pocos, el sistema se mantendría inalterado y estable. Pero mucho, mucho más grave que esta equivocación es que no hayan tenido una lectura correcta de estos tiempos: la aparición con fuerza de otros aglutinantes del tejido social.

Me refiero, fundamentalmente, a un monstruo de calibre mayor: el nacionalismo xenófobo que Trump y otros líderes corporizan. Las elecciones de este año en Holanda, Francia y Alemania nos dirán si su avance ya es arrollador. Para hacerle frente, no contemos con élites fracasadas, menos con la idiotez de un discurso que todo lo reduce a la economía. La esperanza, más bien, reside en la decencia del ciudadano de a pie que, al momento, no encuentra líderes con mensajes que inspiran y movilizan.

El monstruo de hoy divide, polariza, incita al caos, destruye sin saber construir. Si no nos apuramos puede ser antesala de uno mucho peor.

Jorge L. Daly es profesor de la Universidad Centrum Católica de Lima.

El Pais (Es) (España)

 



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