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11/01/2017 | Obama, adiós al presidente que descubrió sus límites

Guillermo D. Olmo

Llegó al poder como la gran esperanza. Su campaña en 2008 para conquistar la Casa Blanca, cimentada en un movimiento juvenil masivo, en el uso de internet como herramienta de movilización y su magistral retórica, le convirtieron en el primer catalizador de esperanzas de la política del siglo XXI.

 

El negro Obama apelaba al corazón de la gente y era capaz de excitar a las masas con el vuelo de sus palabras. Sus discursos, llenos de elocuencia y bondad, como ese memorable que pronunció en Chicago ante una multitud entregada tras su primer triunfo electoral, anunciaban el retorno al idealismo que los años de George Bush Jr habían enterrado bajo toneladas de bombas en Irak. Harta de guerras que no podía ganar, América necesitaba un sueño para volver a creer. Obama encarnó ese sueño y sedujo a un país de mentalidad ahormada por decenios de mitología hollywoodiense. Ni siquiera Kennedy concitó tanto entusiasmo y esperanzas. Fue tal la ilusión que despertó… que era imposible que no decepcionara.

Ya en su primer mandato quedó claro que el líder de la amplia sonrisa estaba tan abrazado a los elevados ideales que trufaban sus intervenciones como convencido de que el nuevo orden global ya no admitía el liderazgo único e incontestable de los Estados Unidos. El Obama gobernante pronto se reveló un pragmático resuelto a pilotar el repliegue del imperio. Los soldados estadounidenses debían dejar de morir en lejanos países árabes como Irak, donde el tribalismo condenaba al fracaso los esfuerzos del Tío Sam por imponer la democracia, y la marchita Europa tenía que ceder su puesto de socio preferente a la pujante China.

Obama se retiró todo lo que pudo de Irak y Afganistán, esquivó comprometerse en Siria, donde sus bandazos alimentaron monstruos como Daesh, y forjó un histórico acuerdo con el Irán de los Ayatolás. Reenfocó la política estadounidense hacia el Pacífico y se empeñó en un Acuerdo Transpacífico que al final no pudo rematar y Trump ha prometido liquidar.

Con Cuba, el presidente terminó con un bloqueo viejo e inoperante y abrió una nueva era cuyo resultado está por verse. Hasta la fecha, han sido más evidentes sus deseos de hacerse una foto histórica en La Habana que los resultados de su nueva política.

En casa, Obama se topó con la oposición más recalcitrante de la historia. El gamberrismo entre las bases republicanas permitió primero la emergencia de un movimiento seudo-ácrata y retrógrado como el Tea Party, para luego encumbrar a una figura tan dudosa como Donald Trump.

Con el Congreso en contra, sacar adelante cada uno de sus proyectos le exigieron al presidente titánicos y a menudo estériles esfuerzos. Si a nivel internacional el presidente constató los límites del poder estadounidense, en el plano doméstico chocaba con los del cargo. Obama aprendió dolorosamente que eso del hombre más poderoso de la tierra no es más que una leyenda

No supo cumplir la promesa de cerrar el infame penal de Guantánamo. Su gran apuesta, el programa de asistencia sanitaria conocido como Obamacare, de alcance risible para cualquier afiliado a la Seguridad Social española, se topó con la feroz oposición de unos republicanos que lo denunciaban como marxista. Sus intentos por limitar de algún modo el acceso a las armas, que deja cada año una demencial cifra de muertos en el país, también encallaron. Obama llegó a forzar el llanto en público para convencer a sus compatriotas de que hay que acabar con esta lacra. Tampoco funcionó.

Los millones de armas que anegan las calles de ciudades como Baltimore o Ferguson son las que, en manos de policías y delincuentes de gatillo fácil, agravan una tensión racial que se creía superada. Paradójicamente, con el primer presidente negro en la Casa Blanca, América ha visto como este, uno sus peores fantasmas, regresaba del desván del pasado.

Se aferran quienes han ejercido el poder a que su obra se valora más con el paso del tiempo. Cuando los libros de historia traten la era Obama, harán especial hincapié en su política económica en los años de la Gran Recesión. Mientras en Europa el acomplejado ordoliberalismo merkeliano condenaba a millones de trabajadores al paro y alimentaba una espiral de endeudamiento cuyo final no se atisba, Obama impulsaba la economía mundial con acción expansiva resuelta y sensata, y hoy los Estados Unidos lucen un envidiable índice de desempleo inferior al 5%. Allí, por cierto, sí se está obligando a los bancos a pagar por el monumental estropicio que causaron.

Dicen las encuestas que Obama deja el cargo con unos elevados índices de popularidad. Eso endulza algo la melancolía que envuelve estos días a quienes pensaron que, él sí, sería un gobernante que cumpliría sus promesas. No hay duda de que la estrambótica personalidad de su sucesor, el incalificable Trump, agrava la sensación de fiasco que envuelve el final de su mandato.

El 20 de enero, encanecido tras 8 años en el cargo, le entregará el testigo en una ceremonia con toda la pompa propia de la democracia estadounidense. Pero que nadie se engañe. El final del Obama presidente no será el final del Obama político. Cuentan quienes han jugado al baloncesto con él que es un luchador incansable, un perro de presa en la cancha. Como me dijo el periodista William Kristol, «al contrario de lo que piensan muchos republicanos, es implacable al perseguir los objetivos de su agenda». Se empeñará, seguro, en que se respete su legado. De hecho, su respuesta ante el supuesto espionaje ruso en la campaña y sus llamamientos a los legisladores demócratas para que defiendan Obamacare revelan que ya ha empezado a hacerlo. El presidente Obama será pronto historia, pero Barack nunca se rinde. No le pierdan la pista ni a él ni a su esposa en los próximos años.

ABC (España)

 



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