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06/11/2016 | Ocho años perdiendo la esperanza

Pablo Pardo

Obama tiene el índice de popularidad más alto de un presidente al final de su mandato. Iba a unir al país pero lo deja más dividido

 

Hace ocho años, la ciudad de Washington se estaba recuperando de una resaca de dimensiones épicas. Por primera vez en su Historia, la gente había salido a la calle y se había mezclado en una celebración espontánea. Afroamericanos, etíopes, salvadoreños, blancos... Las comunidades que viven en permanente guerra fría, y a veces caliente, estaban de fiesta en la zona de bares de copas de la calle U, celebrando la victoria de Barack Hussein Obama. La frase de la noche era: "Sí se puede". La regeneración de EEUU había comenzado.

Ocho años después, EEUU no está al borde de una Gran Depresión, como entonces.Pero la regeneración no ha llegado. En parte, porque era una regeneración con pies de barro. Barack Obama ganó en 2008 por cuatro motivos. Dos son estructurales, dos le habían caído del cielo, y sólo uno estaba en la lista de sus activos.

Los motivos estructurales son la tendencia a perder las elecciones de los partidos que controlan la Casa Blanca durante ocho años, y la propensión, que tiene muy clara el estratega electoral de Obama, David Axelrod, de los estadounidenses a elegir a un presidente cuya personalidad es la antítesis del anterior. Así que frente al campechano George W. Bush correspondía un cerebral Barack Obama.

El primer factor coyuntural era la división republicana, a medida que el partido había ido girando a la derecha desde 1994. El segundo, el colapso de la economía de EEUU. Dos días después de que acabara la Convención Republicana, con el candidato de ese partido, John McCain por delante en las encuestas, George W. Bush nacionalizaba las dos empresas gigantes que garantizaban la estabilidad del mercado hipotecario de EEUU, Fannie Mae y Freddie Mac. Once días más tarde, quebraba Lehman Brothers. El mundo se venía abajo.

¿A quién tenía más lógica elegir en un momento en el que el paradigma económico vigente desde que Ronald Reagan ganó las elecciones de 1980 -liberalizar, liberalizar, y liberalizar- se desmoronaba? ¿A un veterano de guerra que era un político de toda la vida o un abogado de Harvard ex profesor en Chicagoque venía del partido en el que los estadounidenses confían más a la hora de gestionar la economía, que era tan diferente que hasta era negro, pero que tenía todas las credenciales de un buen americano, incluyendo una historia de autosuperación personal?

Un afroamericano no amenazador

Hijo de madre soltera, criado por sus abuelos -lo que en EEUU es casi un certificado de haber nacido pobre-, esposo y padre ejemplar, con una formidable oratoria, Obama proyectaba su imagen de afroamericano que no resultaba amenazador para los votantes blancos. Ésa última fue la razón por la que Axelrod le había convencido de que se presentara a la Casa Blanca. Porque, en el caso de Obama, fue su asesor electoral el que le eligió a él, no al revés.

Era, también, una imagen ficticia. Los eslóganes de Obama -los famosos Sí se puede, Esperanza, Cambio en el que podemos creer- podían servir lo mismo para vender detergente que para ganar unas elecciones, y no se diferencian del Hacer EEUU grande otra vez de Donald Trump. Su autobiografía, Sueños de mi padre,que él mismo escribió, es una reconstrucción de su vida para hacerla más atractiva, a base de, por ejemplo, omitir que sus compañeros de clase de origen asiáticos experimentaron la misma discriminación por el color de su piel que él sufrió en Hawai, y de expurgar a su novia blanca, Genevieve Cook, del libro.

Ocho años después de la resaca, Obama tiene los índices de popularidad más altos de un presidente en los últimos meses de su mandato. Pero su legado parece pequeño. Él era el político que iba a unir al país. Y hoy EEUU está más dividido que hace ocho años. Ya en 2012, Obama ganó la reelección porque Axelrod diseñó una estrategia de búsqueda de voto por criterios étnicos, de género, y de edad. El voto identitario. Como le gusta decir a la ex secretaria de Estado y hoy lobista, y defensora de Hillary Clinton, Madeleine Albright, "existe un lugar especial en el infierno para las mujeres que no apoyan a otras mujeres".

Desde 2012, Obama ha perdido la esperanza en la unión que él mismo promovió. Eso se debe a un motivo obvio: la oposición nunca había mostrado el más mínimo intento de negociar nada con él. Le negó la legitimidad desde el primer día. Obama trató de cortejar a los republicanos. Sólo logró que el representante de ese partido Joe Wilson y el juez del Supremo Samuel Alito le llamaran mentiroso en el Capitolio, mientras él leía el Discurso sobre el Estado de la Unión.

El presidente no estaba preparado para ello. Obama el frío, fue también Obama el inexperto. Llegó a la Casa Blanca apoyado en Rahm Emanuel, el hombre que controlaba la maquinaria de ese partido en Chicago, la ciudad en la que Obama había hecho su carrera política desde que se convirtió en senador del Estado en 1997 en unos comicios en los que apuñaló por la espalda a su mentora, Alice Palmer. Emanuel trató de controlar a Obama, y acabaron casi sin hablarse. Para salvar la economía de una nueva Gran Depresión, Obama recurrió a los mismos que habían liberalizado el sector financiero en los 90, con Bill Clinton: Larry Summers, y Tim Geithner. Para combatir a Al Qaeda, al secretario de Defensa con George W. Bush, Robert Gates. El "cambio" dejó paso al pragmatismo. Y el Partido Republicano siguió girando más y más a la derecha.

Hoy, la calle U tiene más bares de copas y menos de jazz, y los mismos restaurantes etíopes que en 2008. Pero los únicos que interrumpen el tráfico son la izquierda alternativa racial de Black Lives Matter. Han pasado 2.849 días que han sido como 2.849 gotas que, una a una, se han llevado aquella ambigua "esperanza". En 2016, la frase más popular de la campaña no es "¡Sí se puede!", sino "¡Que la encierren!". Y se refiere a la sucesora designada de Barack Obama: Hillary Clinton

El Mundo (España)

 



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