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20/11/2014 | La paz: cerca de La Habana, lejos de Bogotá

Joaquín Villalobos

La política es más necesaria que nunca para llevar a buen término las negociaciones entre el Gobierno y las FARC. Su éxito significará no solo el fin de una larga guerra, sino una esperanza para todo el mundo.

 

Negociar el final de un conflicto es como cualquier negociación común, tanto tienes tanto puedes demandar, se vale regatear, pero no puedes exigir más de lo que puedes pagar. Las razones propias valen poco o nada, la moneda de cambio es la fuerza militar y política, el dominio territorial, el soporte social y la legitimidad; esto puede combinarse teniendo menos de algo y más de lo otro, al final lo que cuenta es la suma de todo. Un proceso de paz es un entramado de negociaciones simultáneas. Cada parte, además de negociar una frente a la otra, debe, al mismo tiempo, negociar con su propio cuerpo político y con sus aliados internos y externos. Se camina al filo de la navaja y bajo el riesgo de que un solo hecho rompa el balance en el que está asentado el proceso y deje sin piso a los protagonistas.

La paz de Colombia tiene una negociación en La Habana entre las partes, otra en las selvas de Colombia al interior de las FARC, y otra más en Bogotá entre el Gobierno y la sociedad. En las tres se enfrentan realidades, creencias, extremismos y pragmatismos. En Bogotá todo el mundo quiere la paz, pero no creen que esta sea posible y eso da fuerza a quienes piensan que es mejor ganar la guerra. En las selvas, la lejanía del mundo real y una dimensión del tiempo a lo Macondo, dejan poco espacio al pragmatismo. En en este contexto en el que las delegaciones que se han estado reuniendo en La Habana han hecho progresos nunca antes logrados. Sin duda el Estado es más fuerte, pero negocia con su retaguardia en condición política complicada y las FARC, a pesar de estar muy débiles en la realidad, son muy fuertes en sus creencias. Las FARC luchan contra fantasmas ideológicos, pero es el Gobierno quien paradójicamente lleva la peor parte; con la guerra lejos de Bogotá, la economía creciendo, las FARC profundamente deslegitimadas y la opinión pública incrédula, las negociaciones han sido, para este como nadar en una piscina llena de tiburones.

En este escenario, el secuestro de un general ha puesto en peligro dos años de trabajo extraordinario. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿constituye este hecho un cambio en la correlación de fuerzas? ¿Hace esto a las FARC más fuertes? ¿Es el Gobierno más débil por ello? La respuesta es: de ninguna manera. El balance estratégico no ha sufrido ninguna modificación.

Si el general hubiera sido capturado luego de una gran batalla o si las FARC hubiesen atacado Bogotá, sería distinto, pero se trata de un incidente casual en la selva profunda. El problema es que este hecho alimenta los imaginarios de fuerza en las FARC, al tiempo que complica el soporte político del Gobierno. La mesa de La Habana está en riesgo porque los duros de ambos bandos podrían tomar ventaja de un imponderable. ¿Entenderán las FARC que lo que tienen en sus manos es un problema? ¿Entenderán que si lo liberan ganan y si lo retienen pierden?

En 1986, el Gobierno sandinista de Nicaragua, en medio de la guerra contrarrevolucionaria, derribó un avión mercenario y capturó al estadounidense Eugene Hasenfus. En vez de hacer justicia con él, hicieron política y lo entregaron a un senador demócrata. Durante las negociaciones de paz de El Salvador, los guerrilleros decretamos un cese de fuego unilateral incondicional en noviembre de 1991.

Este gesto le trajo un gran alivio a nuestro enemigo el Gobierno, que en ese momento lidiaba con los miedos que distintos sectores tenían al acuerdo de paz. La Fuerza Armada tomó posiciones en nuestra retaguardia para provocarnos y no le hicimos caso. El proceso se aceleró y tres meses después firmamos: la guerra ya no valía nada, lo que contaba era la política. Con diferencias, esto mismo está viviendo Colombia; en este hecho no hay honor en juego, sino oportunidad política. El honor está en los gestos que dan legitimidad frente a terceros y no en las bravuconadas que alimentan las filas propias.

A estas alturas de la negociación y con los avances logrados, es irrelevante el debate sobre si se vale o no capturar a un general que andaba solo y de civil en la selva; la batalla en este momento es esencialmente política. Las FARC tienen más de treinta dirigentes en La Habana y ahora hablan y escriben más de lo que disparan. Su problema principal es lograr legitimidad y credibilidad en Bogotá con vistas al futuro. Ecuador, Venezuela, Uruguay, Brasil, Nicaragua, El Salvador, Chile, Argentina y todos los países del continente demuestran que las izquierdas ganan ahora más con votos que con muertos.

Las negociaciones han ido lentas, pero lo concreto es que en dos años hay tres puntos casi consolidados y todos los temas están ya en discusión, incluida la dejación de armas. El tema de víctimas se ha realizado en privado, pero se sabe que los testimonios han sido desgarradores y duros; las partes se han enfrentado a los demonios de la violencia brutal que utilizaron, pero lo más impresionante ha sido la nobleza que las víctimas están demostrando con su disposición a perdonar en aras de la paz y un mejor futuro para su país. Es natural que haya incertidumbre en ambos bandos por cómo será la Justicia en la transición, pero la medida más exacta de cómo será la está dando la capacidad de perdonar de las víctimas.

La posibilidad de alcanzar la paz y los progresos de Colombia en seguridad son el resultado del encadenamiento positivo de quienes gobernaron al país en los últimos 40 años, sin excluir a ninguno. Cada Gobierno cubrió una etapa de fortalecimiento y legitimación del Estado frente a violencias de todo tipo. No siempre hay condiciones para negociar la paz; a finales de los noventa, las FARC estaban fuertes y el Estado débil. La oferta del entonces presidente Pastrana fue generosa, pero las FARC pensaron que podían ganar y se perdió la oportunidad. Ahora es el Estado el fuerte, y algunos piensan que es mejor ganar. Se trata del mismo error, porque no es posible la derrota total de la insurgencia y sería un grave error dejar el conflicto confinado al olvido.

Las FARC no van a derrotar al Estado, eso jamás ha estado en riesgo. La paz es para evitar que una guerra lejana siga matando o mutilando colombianos en el campo y para impedir que una violencia reciclada a gran escala en el crimen y el terrorismo llegue de nuevo con mucha ferocidad a Bogotá. Cuanto más tarden los colombianos en salir de la violencia política, más tardarán en acabar con la violencia criminal que padecen y más tardarán en enfrentar los problemas de desigualdad y corrupción que el conflicto encubre.

En los 15 años que tengo de estar siguiendo el conflicto colombiano, he conocido generales retirados que comenzaron su carrera combatiendo con un pelotón; me he reunido con personas que pertenecen a la élite, y todas habían sufrido un secuestro en sus familias; he intercambiado opiniones con excombatientes desmovilizados que nacieron en lugares donde jamás ha habido ni Estado ni paz. He conversado con sobrevivientes de matanzas en las cuales los ejecutores descuartizaron a personas con motosierras.

La violencia ha partido el país y el corazón de todos los colombianos. No puede un conflicto tan cruento y largo tener un final sin sobresaltos, pero sería una tragedia que un solo hecho acabara con la posibilidad de terminar una guerra de medio siglo. Cualquiera que aspire a gobernar Colombia en el futuro, desde la izquierda o desde la derecha, debe considerar que el mundo actual está lleno de guerras y problemas; si los colombianos son capaces de alcanzar la paz sin duda serán los abanderados de la esperanza en el planeta.

Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.

El Pais (Es) (España)

 



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