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14/10/2014 | En defensa del ''otro''

Jorge L. Daly

Hablemos del Estado Islámico y concedamos que hay circunstancias en las que solo aparentemente es fácil distinguir la frontera que separa al bien del mal

 

Estimado lector, hablemos del autoproclamado Estado Islámico y concedamos, en primer lugar, que hay circunstancias en la vida en las que aparentemente, sí, aparentemente, es fácil distinguir la frontera que separa al bien del mal. Ante las atrocidades que comete, uno podría pensar que un alma noble como Dostoyevsky nada tendría que aportar y, por lo tanto, reclamar que se tomen acciones más contundentes para hacerle frente. En los medios de Estados Unidos las voces que escucho y las plumas que leo incluyen a gentes bien pensantes que advierten que la inacción significaría, mucho más que un clamoroso fracaso de política, una imperdonable claudicación moral. Uno de ellos, el escritor Roger Cohen, cita a Martin Amis quien a su vez cita a Primo Levi, sobreviviente del Holocausto, para reflexionar sobre la barbarie: "es imposible tratar de comprenderla porque intentar hacerlo es casi justificarla; es hasta preferible no entender las palabras y los hechos [que definen] la barbarie porque no son humanos, son más bien, contra-humanos."

Entonces, enfrentado ante lo que no es humano, lo humano no puede abdicar, tiene que pelear. Pero por favor no se desprenda del gran humanista ruso y hágase más bien la siguiente pregunta: ¿cuándo en la historia del mundo lo humano ha peleado contra lo que no es humano? Ah, qué fácil distinción, qué rápidos somos para remover lo gris del problema, con qué convicción, no importa cuán falaz o ingenua, nos disponemos a aniquilar las encarnaciones de los que no consideramos humanos. Entre sus recientes referentes cuente a Gadafi, Milosevic, Saddam Hussein, Gadafi otra vez, Al-Assad y casi-casi Putin. Ahora bien, el califa Abu Bakr-al-Bagdadi no tiene la misma talla – su faz no es fácilmente reconocida y a su califato le falta asentarse -- pero qué importa, lo no humano se corporiza en sus seguidores y así, casi sin darnos cuenta, lo vemos retratado en una secta religiosa o etnia. Pero el problema es que referentes y seguidores nacieron de una madre y un padre, tuvieron una familia, fueron a una escuela, hicieron amigos y amaron a su manera (como todos nosotros); o sea, fueron y son humanos. La contienda, por lo tanto, es entre humanos.

Qué equivocados estamos cuando en el nombre del bien salimos a combatir el mal, ignorando que ese mal forma parte de nuestra propia historia

Caemos en la terrible equivocación de calificar al "otro" como no humano con la misma facilidad que nos atribuimos o apropiamos con exclusividad la virtud de lo humano. No importa si nuestra conducta histórica nos descalifica para proclamar qué es humano y qué no lo es. Seamos sinceros, nos resulta más fácil, por ejemplo, reconocer la humanidad del rey Leopoldo de Bélgica que la de los millones de congoleses que murieron víctimas de su codicia, o exaltar la beneficencia de las intervenciones del país más poderoso de la tierra haciendo caso omiso que sus grandes pensadores advirtieron los dilemas morales que éstas entrañan. Así, mientras la opinión pública norteamericana se intoxicaba con las glorias del Destino Manifiesto, uno de los intelectos más brillantes de la época, Mark Twain, condenaba las horrorosas masacres perpetradas por los marines en las Filipinas. Durante los 40 años que viví en los Estados Unidos no conocí a ninguna persona que lo sabía.

Vivir engañados no sería tan grave si el mito no impidiera aprender las lecciones del pasado y reflexionar sobre la superficialidad de nuestra conciencia. Eche una mirada mucho más profunda a los horrores de los últimos 100 años y juzgue si somos mejores. Viva, si quiere, con la historia oficial de Hiroshima, pero intente encontrar justificación a Nagasaki y sepa que el Presidente Truman dispuso que se echara a un contrito Oppenheimer de la Casa Blanca. Calibre las mentiras que inventamos para combatir al comunismo tirando napalm en Vietnam, haga comunión con los millones de incinerados, no ignore que fuimos los parteros inconscientes de Pol Pot. Reflexione sobre la egocéntrica proclama del "fin de la historia" y haga un inventario de las subsecuentes guerras (en plural) en las que se han visto envueltos los Estados Unidos. Unas se han intentado legitimar por la necesidad de la intervención humanitaria, otras para difundir los valores supremos de la democracia, todas son racionalizadas con medias verdades.

Los vídeos de las decapitaciones de inocentes que difunde el Estado Islámico despiertan tanto repudio que sirven para afianzar la causa de la intervención. Sin embargo, no olvide que el primero en utilizar este medio de difusión fue el Pentágono cuando, merced a la cortesía de CNN, nos llevó a nuestras pantallas de televisión las imágenes de shock and awe. Este término no nos escandalizó, seguramente porque lo vimos como un espectáculo más, y la destrucción que ocasionó no nos indignó, probablemente porque las imágenes nos llegaban desinfectadas del olor de los muertos. La verdad es que vivimos muy alejados del sufrimiento que causamos. ¿Se explica entonces nuestra insensibilidad por un asunto de distancia? ¿Cuán determinante es esta distancia para que el verdugo cumpla con eficacia su labor? Muchos piensan que no es nada complicado para un funcionario disparar un drone porque lo separan miles de kilómetros de las personas que condena a la incineración.

Por favor no se engañe. No hubo tal distancia geográfica en el Holocausto y la tragedia de Ruanda se dio en un contexto de escalofriante proximidad. La distancia que sí es verdadera y que por desgracia se ha impuesto es la que se incuba en nuestra perspectiva de una humanidad fragmentada. De aquí nacen las emociones de recelo o rechazo que tenemos frente al "otro" y las circunstancias que propiciamos para eliminarlo cuando nos sentimos amenazados o simplemente nos conviene. Esta triste condición nos define a todos y nadie mejor que Dostoyevsky la comprendió. Qué equivocados estamos cuando en el nombre del bien salimos a combatir el mal ignorando que ese mal forma parte de nuestra propia historia. Más equivocados cuando lo vemos latente solamente en el "otro." Y mucho, mucho más equivocados cuando no comprendemos que ese "otro" es nuestro propio retrato.

Jorge L. Daly ejerce cátedra en la Universidad Centrum – Católica de Lima

El Pais (Es) (España)

 



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