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10/07/2014 | El enigma argentino

Mauricio Rojas

Más que un país, Argentina es el enigma de una nación que parece tenerlo todo para ser infinitamente próspera pero que se empeña en no serlo. Las noticias que nos llegan desde allí ya no son noticias, sino meras repeticiones, cada vez más insólitas, de los despropósitos de siempre: un vicepresidente enjuiciado por corrupción, un gobierno que crea una “Secretaría para la Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional”, un país que pasa de la ilusión populista a la recesión y el desencanto, un clan gobernante que se enriquece a una velocidad “vertiginosa para cualquier bípedo común y corriente”, para citar las palabras de Mario Vargas Llosa.

 

Nada de esto es nuevo y requiere por ello de una explicación que vaya más allá de la contingencia y de los nombres de quienes hoy encarnan roles que son ya infaltables en el trágico melodrama argentino. Esto es lo que he hecho en mi libro Argentina: breve historia de un largo fracaso (Buenos Aires, 2012), del cual extraigo algunos razonamiento centrales.

Las raíces de los males argentinos nos remiten a lo más básico: la geografía y la dotación de recursos naturales del país. Argentina fue muy poco hasta que despertó la asombrosa riqueza productiva de la pampa, pero una vez que lo hizo marcó indeleblemente su destino. Era un país predestinado a ser lo que fuesen sus infinitas praderas. Pudo haber gozado de una prosperidad perdurable y ser una gran democracia como EE.UU. si los pequeños colonos propietarios —los célebres farmers norteamericanos— las hubiesen conquistado, pero en lugar de ellos fueron los grandes terratenientes, los estancieros, los que lo hicieron. La riqueza de la pampa se transformó así en la gran ubre que nutrió las fortunas de la oligarquía, pero también fue la madre de la corrupción política y las luchas redistributivas que asolarían a una sociedad donde lo importante fue apropiarse de la riqueza más que producirla. El estanciero fue también el caudillo, local o nacional, que asaltaba el poder con ayuda de su clientela armada y se constituía en el amo de la nación. Fue, además, el populista por definición, ya que su poder se fundaba en la movilización carismática del gauchaje y otros grupos subalternos. Ese fue el arquetipo creado, ya en la primera mitad del siglo XIX, por el más célebre y siniestro de todos los caudillos argentinos, Juan Manuel de Rosas. Se fundó así un paradigma político que aún hoy sigue determinando los destinos de Argentina: aquel ogro filantrópico del que nos habló Octavio Paz, que considera el Estado como su patrimonio personal y hace de su voluntad omnímoda la ley.

Hacia fines del siglo XIX el caudillo dejó el poncho y se puso frac, como bien dijese Juan Bautista Alberdi. Pero la esencia de sus métodos no cambió y Argentina fue consolidando esa tradición de personalismo, clientelismo y autoritarismo que luego se vería reforzada, incorporando elementos del fascismo europeo, por Juan Perón y sus secuaces cada vez más depredadores, como Carlos Menem y los esposos Kirchner.

Lo que distingue a estos últimos de sus predecesores no es sino la enorme riqueza exportadora de que se han apropiado, elevando gracias a ella el gasto público a la mitad del PIB argentino y construyendo el más amplio sistema de clientelas y subsidios —que va desde los grandes industriales hasta los piqueteros de las barriadas— que jamás se haya visto en la república trasandina.

En suma, la esencia de la política argentina nunca ha dejado de ser premoderna y predemocrática. Su estructura es básicamente feudal, asentada en lazos de poder y dependencia personales que van desde el gran caudillo nacional hasta sus “punteros” u operadores locales, pasando por toda una cadena de caudillos y mafias subalternos que ha encontrado su expresión más acabada y devastadora en el movimiento peronista.

Lo más dañino de todo esto ha sido la transformación del espíritu rentista en el corazón de la cultura predominante en el país. Definió la figura clave del apropiador —de tierras, del poder del Estado, de contratos públicos, subsidios y prebendas—, es decir, el vivo por antonomasia, que se convertiría en el prototipo de la persona exitosa y admirada. A su vez, el productor, “el que labura noche y día como un buey”, para decirlo con letra de tango, sería visto como el arquetipo de lo menos argentino que se puede ser: el zonzo, el gil, el que cumple la ley, vive de su trabajo y, como se sabe, alimenta al vivo (“El vivo vive del zonzo y el zonzo de su trabajo”, como se dice en argentino). Caricaturas dolorosas de una cultura autodestructiva, resumida en esa frase lapidaria de Jorge Luis Borges según la cual a un argentino “pasar por un inmoral le importa menos que pasar por un zonzo”.

Estas son, en pocas líneas, las grandes lacras de la Argentina. Por ello, quienes quieren romper con la triste continuidad de los caudillos, las clientelas y los ciclos populistas de ilusión y desencanto tienen ante sí un desafío de grandes proporciones: cambiar las bases culturales de una sociedad donde siempre terminan ganando los “chantas”, los “vivos”, los “cancheros”, los “madrugadores”, los “ventajeros”, los “cuenteros”, las patotas, la corrupción y los compadrazgos. No es tarea fácil, pero la esperanza es lo último que se pierde y yo quiero creer que un día triunfarán los zonzos y los giles, los que a pesar de todo siguen creyendo en la decencia y en aquellas virtudes cívicas que son las únicas que de manera duradera hacen grandes a los pueblos y ricas a las naciones.

Este artículo fue publicado originalmente en Pulso (Chile) el 8 de julio de 2014

El Cato (Estados Unidos)

 


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