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26/11/2013 | De Barack Obama a JFK

Jean-Marie Colombani

Cada uno en su momento, los dos presidentes demócratas simbolizaron un ideal de progreso y de modernidad

 

La conmemoración urbi et orbi del quincuagésimo aniversario del asesinato de John Kennedy es una nueva ocasión para volver sobre la evolución y, a decir verdad, el terrible debilitamiento del liderazgo en nuestros países de esta (relativamente) vieja cultura democrática.

Sobre todo en un momento en el que la estrella del último gran mito político contemporáneo, Barack Obama, parece extinguirse, no debería ser inútil comparar la mitología asociada a cada uno de estos emblemáticos presidentes de la modernidad política para constatar hasta qué punto es cada vez menos vigorosa. Cada uno a su manera, ambos presidentes representaron la expectativa de un nuevo impulso, la promesa de un nuevo aliento, la ocasión de conciliar calidad de gobierno y aceptación popular. John Kennedy tuvo a su favor el haberse anticipado a un gran movimiento generacional de emancipación que iba a culminar en los movimientos de mayo de 1968, iniciados en los campus norteamericanos. Kennedy tuvo sin duda algo que ver con esto, al menos en Estados Unidos, pues el factor unificador de la protesta de la época fue la guerra de Vietnam, cuya escalada se inició bajo su presidencia. La elección de Barack Obama sobrevino, a su vez, en el umbral del gran vuelco geoestratégico que conocemos y que ha implicado el replanteamiento de todos los equilibrios planetarios ante el empuje de los países emergentes. Así pues, Obama como símbolo de la capacidad de Estados Unidos para encarnar el mundo por venir, multicultural y orientado hacia Asia, a riesgo de relegar a la “vieja Europa a las estanterías del museo de las civilizaciones.

Lo que les une es sencillo. Desde la perspectiva actual, John Kennedy no fue tan buen presidente como creímos entonces. Y Barack Obama no es tan buen presidente como esperábamos.

La mirada crítica sobre JFK sin duda tiene bastante que ver con la moda revisionista actual. Pero desde el episodio de Bahía de Cochinos a la intervención en Vietnam, pasando por la crisis de los misiles de Cuba —de la que afortunadamente salió vencedor, ya que de otro modo se hubiera producido el apocalipsis—, hoy todo es objeto de cuestionamiento. Y también es en el terreno exterior en el que Barack Obama se muestra más débil. O, en todo caso, por ahora no se le puede atribuir balance alguno. Pues, antes que nada, es el hombre de la reorientación de la estrategia norteamericana, de su gran migración desde el epicentro transatlántico al centro de gravedad asiático. Sin duda, se ha visto condicionado por la desastrosa herencia de George Bush junior, en Irak por supuesto, y también en Afganistán. Pero su abandono de Europa, su noción de un leadership from behind, oculta muchas vacilaciones, como, desgraciadamente, demuestra el drama sirio.

Hay otro punto en el que también resulta fácil compararlo con John Kennedy, aunque no salga muy favorecido. Kennedy y Obama son, en efecto, hombres de reflexión, de argumentación, de decisiones pesadas y sopesadas en sus más mínimos detalles. Pero, una vez pasada esta fase, John Kennedy supo ganarse la reputación de hombre capaz de decidir y actuar con una gran determinación, mientras que Barack Obama sigue transmitiendo una sensación de indecisión permanente.

Tanto el uno como el otro se inscriben en una tradición democrática auténticamente liberal en el sentido norteamericano, es decir, para nosotros, de izquierda. El primero sentó las bases del razonamiento y la pedagogía que iban a conducir a la revolución de los derechos civiles de 1965, a la instauración de un primer sistema sanitario y, luego, a lo que Lyndon Johnson llamaría la “guerra contra la pobreza”. Del mismo modo, Barack Obama, que tiene la desventaja de actuar en el contexto inédito de una crisis financiera mundial, ha sabido mantenerse firme en unos valores y en una reforma, la de la sanidad, que deberían permanecer como una fuente de inspiración para aquellos que se sitúen a ese lado del tablero político. Aun a riesgo de que termine siendo otro, u otra —¿por qué no Hillay Clinton?—, el que concrete sus ambiciones.

Kennedy-Johnson-Clinton-Obama-Clinton: he aquí la cadena ideal para los demócratas y para todos aquellos que siguen creyendo en un ideal de progreso.

El Pais (Es) (España)

 



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