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19/11/2013 | América Latina: la inseguridad en países sin estado

Héctor E. Schamis

El modelo de crecimiento económico ha fracasado rotundamente en términos de movilidad social en la región

 

El reciente informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, señala los avances en materia de crecimiento, empleo, y disminución de la desigualdad. Al mismo tiempo, sin embargo, el informe advierte que el delito y la inseguridad también han crecido dramáticamente. Una paradoja de la América Latina del siglo XXI, según PNUD, en realidad puede ser tal sólo a primera vista. Una lectura del contexto social, político, y hasta internacional de este crecimiento sugiere una interpretación diferente sobre esa supuesta incongruencia, tanto como sobre el futuro de la región y sus grandes desafíos.

A pesar de los avances en empleo y distribución del ingreso, el modelo de crecimiento económico ha fracasado rotundamente en términos de movilidad social. La baja movilidad ascendente es un dato histórico y estructural en América Latina, un factor que no varía aun cuando el ciclo económico es favorable. En condiciones de crecimiento, la baja movilidad exacerba la conflictividad social, porque cuanto más se expande la economía, mayores son las expectativas. Si estas permanecen insatisfechas—y téngase en cuenta que la movilidad social es sobre todo una apuesta sobre el futuro—la frustración social aumentará, inevitablemente.

En otras palabras, en América Latina el producto per cápita podrá crecer, el coeficiente de Gini bajar, y aun la educación superior masificarse. Pero son el color de la piel y el origen social, sino la banalidad del atuendo y el apellido, lo que continúa definiendo el lugar que uno ocupa en la estructura social—de ahí el eufemismo “buena presencia” en los avisos de empleo. La constante en la región es aquello que la sociología de los años cincuenta definía como “inconsistencia de status”, una marcada disonancia entre la objetividad de los datos demográficos y la subjetividad del prestigio y el reconocimiento social. Ese contraste es hoy tan importante como siempre, el status esta cristalizado en esas percepciones (léase, prejuicios) socio-culturales. Hay más plata, pero sin movilidad ascendiente, también mayor frustración social. No es extraño entonces que esa conflictividad social derive en violencia.

Este cóctel es particularmente explosivo entre los jóvenes. Como demuestra la biología evolutiva, el control de la agresión juvenil masculina ha sido un desafío para cualquier colectividad humana en todo tiempo y lugar. Abrumadoramente, el crimen violento ha sido cosa de varones de entre 15 y 30 años de edad, y ser joven en este siglo es aún más complicado, en America Latina y en todas partes. Los indignados españoles, los brasileños en las calles, los ocupantes de Wall Street y los que se inmolaron en la Plaza Tariq tienen en común que el desempleo debajo de los 30 es invariablemente más alto que el promedio de sus respectivas sociedades. En América Latina la población joven—que es mayoría—es más educada que sus mayores, pero también más desempleada. La ausencia de las utopías sociales del pasado, a su vez, los hace más individualistas, sino anómicos—si la gran reivindicación social de Maduro es garantizar “que todo el pueblo venezolano tenga un televisor de plasma”, no hay mucho que agregar. La frustración social y la marginalidad están a la vuelta de la esquina. La violencia y el delito le siguen.

El componente urbano-regional tampoco ayuda. La región sigue produciendo diseños urbanísticos basados en complejos habitacionales cerrados, auto-contenidos hasta en la provisión de seguridad. Verdaderos enclaves privados, islas verdes y prósperas en un mar de indigencia, muchas veces el contexto suburbano evoca un territorio ocupado. Como los asentamientos en la margen occidental del Jordán, ese paisaje en sí mismo constituye una invitación ocular al conflicto y la violencia. Los más jóvenes son los más proclives a vehiculizarla.

A pesar de sus raíces profundas y antiguas, no obstante es el estado—es decir, su ausencia—quien generaliza el delito. Si la palabra “globalización” tiene algún sentido (el capitalismo siempre fue global) es porqué nos dice que los bienes, los servicios, las personas, la cultura y la información son hoy más móviles que nunca, y que las nociones tradicionales de soberanía—el estado—constituyen formas de control obsoletas. A veces el argumento es exagerado, pero tiene bastante sentido en América Latina, sobre todo porqué el problema es endémico: el estado siempre ha sido débil, frágil, defectuoso, a menudo fallido y casi siempre capturado por grupos privados.

De hecho, el mapa del estado como aparato burocrático y legal no coincide con el mapa político en casi ningún país de la región. En vastas zonas de la periferia no hay presencia estatal, son actores privados quienes administran justicia, cobran impuestos y monopolizan el uso de la fuerza, o más bien una caricatura de todo eso. Narcos, guerrillas, traficantes de personas y contrabandistas, sino un conglomerado de todos esos negocios, compiten con el estado por el control territorial, o sea, por la soberanía, y muchas veces lo hacen con éxito. Las fronteras porosas facilitan la internacionalización de las actividades criminales, lo cual diversifica el riesgo y los hace flexibles. Plan Colombia y similares esparcieron los laboratorios a otras latitudes, y la tecnología hizo el resto. Una cocina de cocaína es hoy tan móvil como los cocineros, solo hace falta lavandina (lejía, en España) y un horno de micro-ondas. Desde Ciudad Juárez hasta Buenos Aires, y de allí a Rotterdam y Valencia, no hay actividad económica más global que el narcotráfico, y al mismo tiempo con una capilaridad tan profunda que se la encuentra hasta en la política, sobre todo a nivel sub-nacional, y las barras bravas del fútbol, incluyendo los fichajes de los jugadores que les pertenecen.

Mirando al futuro, la gran incógnita es cuando y como se desacelerará el crecimiento, y con qué efectos sociales. La estrategia de desarrollo en la región ha sido básicamente aprovechar el enorme beneficio de precios internacionales favorables, rentas basadas en términos de intercambio sin precedentes en más de cuarenta años. Cuando cambie el ciclo de precios, que siempre cambia, el aterrizaje será forzoso o suave, dependiendo de las previsiones anteriores; Venezuela y Argentina, por ejemplo, ya están en vísperas de una crisis macroeconómica de proporciones. Pocos países han aprovechado el boom de estos años para producir un efecto cascada de tipo institucional, es decir, usar los recursos para construir instituciones que permitan hacer política económica contra-cíclica, la única manera de suavizar los cambiantes ciclos económicos, la gran causa de la desigualdad en el largo plazo.

La forma de hacer política entre los bolivarianos, a su vez, sólo ha contribuido a agravar esta realidad. Se hizo redistribución de ingresos, pero bajo una estrategia paternalista de dominación. En consecuencia, no fue definiendo derechos y ampliando ciudadanía. Los pobres han sido meros clientes políticos. Sin norma establecida, cuando el boom de las commodities se agote, la redistribución podrá revertirse sin que nada cambie demasiado. El estado no es sólo control social, poder coercitivo y distribución de recursos. En democracia, también es distribución de derechos y construcción de ciudadanía, y esa dimensión se ha debilitado profundamente.

En conclusión, no hay paradoja alguna en este crecimiento con inseguridad. La única paradoja de esta historia es que esta década también será una década perdida. La de los ochenta lo fue por la crisis de la deuda, la recesión profunda y la inflación indomable que victimizaron a los más pobres. Esta década será perdida por la destrucción de instituciones, por haber perdido la oportunidad de usar los abundantes recursos materiales para construir estados. Y sin estado, habrá más violencia, habrá más desigualdad y no habrá prosperidad duradera.

Hector E. Schamis es profesor en la Universidad de Georgetown, Washington DC

El Pais (Es) (España)

 


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