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10/11/2013 | El manicomio argentino visto desde fuera

Carlos Alberto Montaner

No hay duda de que existe algo extraño en la conducta política de los argentines.

 

Naturalmente, voy a hablar de Perón, del peronismo y de Argentina, pero llegaré al tema dando un rodeo a través de Cuba. Suelo hacerlo. Siempre juzgamos la realidad desde nuestra experiencia. Es imposible sustraerse a ella.

También advierto que, a estas alturas, el peronismo es un fenómeno casi incomprensible. Churchill calificó a Rusia como “un acertijo, envuelto en un misterio dentro de un enigma”. Si se hubiera atrevido a definir al peronismo hubiese dicho algo parecido.

Comienzo.

En 1959 yo tenía 15 años y vi a Fidel Castro entrar triunfalmente en La Habana. Lo conocía desde niño y lo había visto, esporádicamente, porque había sido amigo de mi familia, pero entonces sentía por él más curiosidad que admiración.

La fascinación llegó después del triunfo y duró poco. Como casi toda Cuba, me entusiasmé con el personaje. Pensé que era el líder que la Isla necesitaba para terminar con la corrupción y los bolsones de pobreza que existían en el país.

Pero acaso en el proceso de seducción, que casi toda Cuba sufrió, lo más importante fueron las formas. Fidel era un político diferente. No sólo había derrotado a un ejército regular con un puñado de guerrilleros, hazaña que revelaba tanto su audacia militar como de la desmoralización increíble de las fuerzas de Batista, sino que, encima, llegaba al poder con un halo casi religioso de invencibilidad.

Era el Mesías. El que había venido a salvarnos. Las revistas le dedicaban portadas en las que la cara de Fidel, nimbada por una nubecilla celestial, recordaba la más difundida imagen de Cristo.

Además, descendía de la Sierra Maestra, su Olimpo, con un atuendo especial. En su aventura guerrillera había construido un personaje, el Fidel Castro de barba, uniforme verde oliva y pistola al cinto, y lo habitaría durante casi medio siglo hasta que lo vencieron los problemas intestinales y sustituyó el traje de militar por un curioso mono deportivo, transformación que tal vez contiene un sutil mensaje subliminal: el personaje había muerto y emergía la persona al final de su vida. Eso sí, la barba no se la afeitaba porque carecía de quijada. (“Dios le da barba al que no tiene quijada”, decía el refrán en un sentido figurado que en este caso encajaba en la realidad).

En todo caso, en aquellos tiempos, y durante décadas, el personaje hablaba e improvisaba múltiples horas sobre lo humano y lo divino. Dictaba cátedra de economía, de geopolítica, de historia, de agricultura. Gozaba haciendo alarde de su omnisapiencia. Parecía dominar todos los saberes. Tenía respuestas para todo. No conocía la duda ni la vacilación. Estaba dispuesto a guiar hacia la gloria al pueblo cubano, y luego al resto del tercer mundo, aunque fuera con la punta de la fusta.

Entonces, y por un corto tiempo, no me molestó su magnetismo animal, para utilizar la curiosa expresión de Mesmer, ni su incontrolable verborrea, acompañada por una gesticulación exagerada que incluía el movimiento enérgico de los brazos y muecas diversas con las que expresaba cólera, júbilo, reto, a ratos humildad, ferocidad, como si fuera dueño y señor del registro total de las emociones humanas, exhibidas sin el menor pudor.

¿Prevalecía algún sentimiento en aquellos maratónicos discursos? A mi juicio, la intimidación. Fidel era la representación viviente de Júpiter Tonante. Su voz, a veces disfónica, con un dejo adolescente y cierta entonación de la zona oriental de Cuba, le servía para lanzar truenos, rayos y centellas. Enseguida, millones de cubanos comenzaron a amarlo y a temerlo simultáneamente. Algo tenía de enojado profeta bíblico.

A los pocos meses comenzaba a ver las cosas de otra manera. De forma progresiva, con cierta rapidez, cambiaron totalmente mis percepciones. Recuerdo que ya en esa época, habitualmente, llamábamos a Fidel “el Loco”. Quien utilizaba ese apelativo con más gracia era Pedro Luis Boitel, el líder estudiantil del “Movimiento 26 de Julio”, condenado a prisión, quien años más tarde moriría en la cárcel tras una dolorosa huelga de hambre en la que protestaba por los maltratos que recibían él y sus compañeros.

Aunque exagerado, porque Fidel no era un loco en el sentido estricto de la palabra, era un buen sobrenombre. Aquellos ademanes de Fidel, que me habían impresionado, no reflejaban la personalidad de un líder extraordinario, pero benéfico, sino de alguien profundamente perturbado.

Al llegar al exilio en el otoño de 1961, cuando analizaba el contenido de sus discursos, no encontraba una sola idea original. La distancia había modificado las percepciones. Todo lo que decía eran interpretaciones arbitrarias de la realidad pasadas por su tamiz ideológico marxista-leninista, banalidades, iniciativas absurdas y lecturas tontas de la historia.

¿Cómo era posible que semejante sujeto alguna vez me hubiera cautivado, y conmigo a casi todos los cubanos?

Me imagino que una sensación parecida debe ocurrirles a los alemanes cuando hoy ven y escuchan los iracundos discursos de Hitler, llenos de furia y ruido, o a los italianos de nuestros días, tan justamente escépticos con sus líderes, al enfrentarse a los viejos documentales de Mussolini en la tribuna, donde Il Duce se ve con los brazos en jarra y visajes de loco, quejándose de los italianos o prometiendo una Italia tan grande como su glorioso pasado.

En definitiva, de mi lección cubana aprendí que había vivido en una violenta fantasía en la que los árboles no me dejaban ver el bosque. No tenía edad ni distancia crítica para darme cuenta de que aquella desquiciada realidad no era normal. Tuve que exiliarme y radicarme en sociedades serenas para advertir que Cuba, realmente, era un gran manicomio dirigido por el mayor de los “locos”.

A partir de entonces, cuando observo o analizo sociedades o naciones peculiarmente gobernadas no puedo evitar preguntarme si no tendrán, también, un elemento de irracionalidad que las domina.

Ahora, tras ese largo disclaimer, llegó el momento de acercarnos a la Argentina peronista y preguntarnos si, efectivamente, el país participa de esa atmósfera de enajenación que se observa en lo que llamo sociedades-manicomios.

Argentina

No hay duda de que existe algo extraño en la conducta política de los argentinos. ¿Hay algún parlamento en el mundo en el que los diputados se pongan de pie para saludar, emocionados y felices, la declaración de insolvencia o default?

Naturalmente, no era la primera nación del planeta que se declaraba insolvente, pero acaso la única que había asumido esa desgracia como una hazaña patriótica de la que se enorgullecían.

Cuando uno llega a Argentina, suele escuchar, una y otra vez, hasta la fatiga, la historia triunfante del país creado a partir de 1853, cuando derriban a Rozas y se proclama una nueva constitución liberal surgida de las ideas de Juan Bautista Alberdi.

Entre esa fecha y el 1930, cuando los militares dan un golpe contra el presidente legítimo, Hipólito Yrigoyen, Argentina se convirtió en una de las naciones más desarrolladas del planeta. Creo que la sexta o séptima, por encima de Australia, dato que se refleja en la espléndida Buenos Aires que todavía nos queda, la mejor de las capitales latinoamericanas.

No me corresponde a mí, que no soy experto en la historia de ese país, tratar de explicar por qué aquellos argentinos liquidaron un modelo de Estado que, pese a todos los naturales problemas de una sociedad compleja, había dado espléndidos resultados en medio de la asimilación de millones de inmigrantes europeos, pero me parece sensato repetir el viejo dictum norteamericano: If is not broke, don´t fix it. Si algo no está roto, no lo arregles.

El primer contacto más o menos directo con el peronismo lo tuve a principios de los años setenta en Madrid. Fue con Jorge Antonio, un amigo íntimo y asesor financiero de Perón. Me interesaba mucho tratar de entender cómo un exiliado con casi dos décadas de extrañamiento, aislado en una mansión madrileña, podía seguir siendo el eje de los acontecimientos políticos de su país.

El expresidente vivía en Puerta de Hierro con su esposa María Estela y la casa, según me contara Jorge Antonio –quien me pareció una persona agradable y muy inteligente—era visitada constantemente por José López Rega, a quien creo que ya le apodaban “el Brujo”. Mi impresión es que Jorge Antonio no los quería demasiado. Tal vez les parecían una influencia negativa en el entorno de Juan Domingo Perón.

La historia que entonces me hizo me preocupó. Parecía sacada de un episodio de “La familia Adams”, una popular serie cómica de esa época basada en chistes y situaciones de ultratumba. Según Jorge Antonio, el ataúd con los restos de Evita Duarte, la primera esposa de Perón, estaba en el garaje, lo que ya era bastante sorprendente, y María Estela se acostaba sobre él para recibir los efluvios mágicos y el carisma de la popular señora, muerta de cáncer en la plenitud de su vida y en la cima de su influencia.

Si la anécdota era cierta, ¿cómo podía tomarse en serio a un dirigente político que participaba o permitía un comportamiento tan irracional en su propia casa? Esa extraña idolatría a los muertos ¿no descalificaba a su líder ante los ojos de los argentinos? La tolerancia con la corrupción o con el autoritarismo era lamentable, pero ¿no resultaba peor aceptar que “el Jefe” vivía en medio de una atmósfera fantasmagórica dominada por los espíritus, como si fuera una novela de Isabel Allende, la gran escritora chilena?

Tampoco me gustaba la letra del himno peronista, especialmente el estribillo laudatorio: “¡Perón, Perón, que grande sos! ¡Mi general, cuanto valés! ¡Perón, Perón, gran conductor, sos el primer trabajador!”.

No sólo Perón vivía en un ambiente irracional de culto a los muertos, sino estimulaba la existencia del caudillismo más nocivo y delirante, como si él fuera la encarnación de la patria.

Si Perón tenía de sí mismo esa visión mesiánica bordeaba la sinrazón, pero si no la tenía y actuaba como si la tuviera, estábamos en presencia no del primer trabajador, sino del primer manipulador.

Aquella pícara anécdota contada a varios periodistas, y entre ellos a Plinio Apuleyo Mendoza, sobre el carácter plural de una sociedad en la que había, como en todas, conservadores, liberales, radicales, socialistas, comunistas o democristianos, pero en la que todos acababan siendo peronistas, traslucía el hecho enfermizo de un pueblo en el que acaso la mayoría había abdicado de la función de razonar independientemente, depositando en el caudillo la facultad de pensar.

Peor todavía: la influencia del caudillo podía transmitirse en forma de herencia. Evita llegó a ser una figura icónica porque era la mujer de Perón. Pero luego el fenómeno se propagó aún más peligrosamente cuando una mayoría de argentinos aceptó felizmente el liderazgo de su viuda María Estela. ¡Bastaba con haber compartido el lecho de Perón para convertirse en la cabeza del país! ¿Se quiere un síntoma mayor de desquiciamiento colectivo?

Simultáneamente, resultaba muy imprecisa la influencia ideológica de Perón sobre los argentinos. Era evidente una primera impronta fascista, especialmente mussoliniana, con la adopción fiel de la Carta del Lavoro por parte del obrerismo peronista, y por el discurso nacionalista, anticapitalista y anticomunista de Perón, así como su rechazo a los partidos políticos y, en definitiva, a la democracia liberal, pero esas posturas no constituían exactamente una ideología, un modelo de Estado ni un método de gobierno.

Esos rasgos, que a veces se limitaban a las consignas retóricas, eran, simplemente, las señas de identidad del peronismo y de su fundador, un militar carismático, dotado de gran simpatía natural, que conocía de cerca la experiencia italiana y se había deslumbrado con la figura de Benito Mussolini durante los casi tres años que fue agregado militar en Italia, entre 1939 y 1941, cuando parecía que las fuerzas del Eje triunfarían en la Segunda Guerra.

Esa imprecisión doctrinaria provocó no que todos fueran peronistas, sino que el peronismo pudiera encarnar en cualquier cosa que se colocara bajo esa etiqueta. Ha habido peronistas autoritarios y demócratas, anti y pro capitalistas, socialdemócratas y liberales, pro-americanos y pro-hitletistas.

Perón, que había sido pro-eje, terminó declarándole la guerra a Japón y a Alemania, cuando Alemania ya estaba vencida y a punto de rendirse, pero luego propició la secreta instalación en el país de asesinos nazis como Josef Mengele o Adolf Eichmann, entre otros evadidos de la justicia de Núremberg.

Era, pues, una doctrina que desafiaba los dos principios básicos de la lógica formal, atribuidos a Aristóteles: el de identidad –una cosa es igual a sí misma—y el de contradicción, una proposición y su negación no pueden ser simultáneamente ciertas. Si A es diferente a B, B no puede ser igual a A.

El peronismo podía ser demócrata y antidemócrata, fascista y antifascista, capitalista y anticapitalista. Ahí cabían, como en Cambalache, “todos revolcaos”, gentes de todas las tendencias, desde pronazi y profascistas a comecuras y militares conservadores.

Luego llegaron los montoneros de pistola al cinto; José López Rega, iniciador de la guerra sucia contra la oposición armada; Norberto Ceresole, fascista de una extraña corriente islámica que acabó asesorando a libios e iraníes; Héctor Cámpora, una persona, al menos, muy desorientada. Carlos Menem, que privatizó las empresas del Estado con un criterio, digamos, neoliberal, y Néstor y Cristina Kirchner, flor de pareja, como los llamó Mario Vargas Llosa, que comenzaron la reestatización del país en sintonía con los disparates chavistas del Socialismo del Siglo XXI. Una extraña amalgama.

Con Perón simpatizaban y tuvieron buenas relaciones Rafael Leonidas Trujillo, Muamar el Gadafi, Alfredo Stroessner, Francisco Franco, Hugo Chávez, Fidel Castro y Augusto Pinochet, dictador chileno con el que firmó algunos tratados poco después del golpe contra Allende, encuentro que acaso fue el inicio, como alguna gente sospecha, de la Operación Cóndor.

¿Por qué esa ductilidad? ¿Hay forma de definir el peronismo de una manera sencilla y lógica? Lo ha intentado, recientemente, el venezolano Américo Martín, un brillante jurista que en los sesenta, cuando era un estudiante de Derecho, pasó de la socialdemocracia al comunismo y se convirtió en comandante guerrillero a la manera castrista, alzado contra el gobierno democrático de Rómulo Betancourt, girando luego, paulatinamente, en sentido contrario, hasta transformarse en un defensor de la democracia liberal.

Dijo Américo en un artículo reciente: “La fórmula acuñada por Perón para el servicio de sus epígonos argentinos y latinoamericanos se resume pues así: populismo extremo, retórica hueca, pragmatismo sin límites y dictadura militar sancionada por la revolución”.

¿Será eso? No lo sé. Lo que parece inevitable es que, tras la accidentada y fallida presidencia de CFK, otro peronista, acaso muy diferente, ocupará la Casa Rosada. Será Sergio Massa, Mauricio Macri, Alberto Rodríguez Saá, cualquiera, todos distintos, pero extrañamente emparentados (uno y trino se decía en el catecismo sobre el Misterio de la Santísima Trinidad).

En España más de una vez escuché o leí un verso muy citado de Walt Whitman que acaso resume el fenómeno desde una perspectiva lejana: “me contradigo, y qué”. O sea, el perfecto lema para colocarlo en el pórtico del manicomio.

Conferencia pronunciada en el Miami Dade College el 7 de noviembre de 2013 dentro del Foro “El peronismo, la democracia y los medios de comunicación”, auspiciado por el Centro de Iniciativas para América Latina y el Caribe, el Interamerican Institute for Democracy y el Centro Cultural Argentino.

Diario Exterior (España)

 


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