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07/05/2006 | ESPAÑA - El nacionalismo como problema

A. Savyon

Nacionalista es la persona que hace del nacionalismo una parte importante de su vida. Nacionalismo es la actitud que lleva a exaltar los valores nacionales, que son aquellos elementos sociales que configuran una nación.

 

Nacionalismo es también todo movimiento social fruto de esa actitud. Es claro que estas definiciones nos remiten necesariamente a la definición de nación. La sociología y la politología han debatido y siguen debatiendo la definición. Si nos conformamos con una idea general, sin grandes precisiones, pero suficientemente exacta y seria para que nuestro razonamiento sea sólido, podemos decir que la nación es una forma de sociedad con rasgos culturales que la identifican, entre los cuales el principal es la lengua, y con una dimensión que la hace capaz de llevar adelante una vida civilizada a la altura de los tiempos. Por esto último, no llamamos nación a una tribu, ni a un clan.

¿Dónde está el problema del nacionalismo? ¿No es acaso bueno para la persona sentirse integrada en la sociedad en la que vive? Más aun, ¿no es acaso bueno sentirse afectivamente integrada y, en consecuencia, preocuparse por que los valores de su sociedad tengan vigencia y desarrollo? Exageraciones aparte, que son fáciles de señalar, el compromiso de la persona con los valores de su sociedad es bueno para la persona y necesario para la sociedad. ¿Dónde está el problema?

El problema surge desde el momento en que el nacionalista cree que sus valores justifican la coacción para imponerse a quienes no los comparten o a quienes los comparten pero no en el grado necesario. Es un gravísimo problema, porque degenera hasta en el crimen terrorista que supone una previa actitud de odio del nacionalista. De esto, por desgracia, tenemos mucha experiencia en España. Pero, aunque un determinado nacionalismo tome la forma de movimiento ajeno a la violencia física, es también un gravísimo problema cuando acepta sin escrúpulos la violencia moral contra quienes, viviendo dentro de la nación, no comparten la actitud nacionalista. De esto, también por desgracia, tenemos mucha experiencia en España. Esta actitud suele tomar formas diferentes. Dos son las más frecuentes: mirar para otro lado o rebajar la importancia de la violencia, incluso cuando es física, dejándola en lamentable incidente. Por ejemplo, lo hecho por las autoridades académicas que en Barcelona no se dieron por enteradas cuando dentro de su Universidad jóvenes nacionalistas atacaron a un profesor. Por ejemplo, la calificación como incidente del disparo en la pierna a un periodista al que se deseaba silenciar o hacer salir de Cataluña. Por ejemplo, las declaraciones de puro lamento y exhortación que líderes gubernativos vascos emiten ante la violencia, en vez de expresar la amenaza de uso de la Ertzantza, es decir, de la legítima violencia.

Bastantes nacionalistas pacíficos, para quienes la coacción sin más, la violencia directa, no parece razonable, recurren a la única coacción aceptable en una sociedad civilizada: la coacción política. El nacionalismo, que en principio es un hecho cultural, se hace problema cuando ingresa en el ámbito político y se arma, o busca armarse, con la coacción revestida de legitimidad, es decir, con el poder político. Incluso el terrorista justifica su violencia porque espera que algún día su proyecto nacionalista esté sustentado por la coacción política legítima, que, a manera de bautismo cívico, perdonaría todos sus anteriores pecados.

Una vez con las armas del mandato legal en sus manos, la dinámica política nacionalista, sedicente pacífica, desvela su entraña agresiva y acude sin tapujos a la coacción, imponiendo conductas y cercenando libertades. El nacionalismo que aquí criticamos quiere imponer el reinado de la uniformidad nacional en su sociedad y, en consecuencia, se transforma en problema para quienes no participan de esa misma actitud. Respecto de quienes no comparten la fe nacionalista, el nacionalismo busca asimilarlos o empujarlos hacia las zonas marginales de la sociedad. En un juicio desapasionado, parece evidente que el nacionalismo catalán (¿sólo el catalán?) intenta que el castellano quede reducido a una lengua marginal, empleando para ello la coactividad del poder político.

Quienes creemos en la democracia como régimen de libertad en la pluralidad tenemos que denunciar la carga de agresividad, donde fácilmente se incuba el odio, que todo nacionalismo político lleva en su interior. En otros tiempos, en el siglo XIX, cuando las sociedades eran uniformes, el nacionalismo podía presentarse como movimiento de progreso, porque luchaba contra regímenes absolutistas para conseguir un gobierno democrático, aglutinaba la población para luchar por la libertad. Hoy, cuando las sociedades son democráticas y multiculturales, el nacionalismo político es un grave problema, porque amenaza precisamente la convivencia democrática en igualdad y libertad.

Lo malo es que este nacionalismo coactivo anda por ahí, en la opinión pública, disfrazado bajo una piel democrática. Estos nacionalistas presumen de demócratas, pero en el fondo no lo son, si entendemos por democracia la que nace del movimiento liberal, la que se basa sobre las libertades. No son demócratas, porque tal nacionalismo no tiene alma liberal, sino totalitaria; no quiere una sociedad plural, sino uniforme.

Esta denuncia puede sentar muy mal al nacionalista que la lea. Pero tiene un fácil procedimiento para comprobar su verdad. Que los nacionalistas se pregunten si están dispuestos a renunciar a la coacción para imponer sus valores, es decir, si están dispuestos a dejar a la sociedad en libertad para que cada cual elija su particular modo de vivir en paz dentro de esa sociedad. Que se pregunten si realmente respetan la libertad de quienes no piensan o no sienten como ellos. ¡Ojalá la generalidad de los nacionalistas respondiera afirmativamente y se contentara con la legítima promoción del nacionalismo cultural, que podría muy bien vivir y crecer al amparo de acciones de fomento no coactivas! Entonces el nacionalismo habría dejado de ser problema.

(*) Gracián es un colectivo que reúne a 60 intelectuales y profesores de reconocido prestigio que de forma regular comentarán la actualidad en ABC

ABC (España)

 


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