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30/04/2006 | Nuclear no, pero...

Ignacio Camacho

El horror de Chernobyl se ha convertido en paradigma de la amenaza nuclear, con sobradas razones, pero también lo es, sin tanta alharaca, de la degradación del sistema soviético.

 

No obstante, hay relación de causa-efecto: la catástrofe ucraniana fue posible por una monumental chapuza de seguridad basada en un suicida, salvaje ahorro de costes. Por eso aún sigue ahí, bajo el sarcófago de hormigón, el reactor descompuesto como un monstruo con las fauces abiertas dispuesto a escupir por ellas la pavorosa silueta del Quinto Jinete.

El debate sobre la energía nuclear se reactiva en cada crisis del petróleo; voces razonables -entre ellas la del comisario Almunia y hasta la de ¡un fundador de Greenpeace!- han vuelto a demandar en Europa un replanteamiento de la cuestión sin esos prejuicios ideológicos que la han caracterizado históricamente. Es una energía barata, eficaz y razonablemente limpia, cuyo reverso esconde, sin embargo, los naturales demonios del miedo al Apocalipsis. Los expertos suelen indicar que en realidad no se trata de un debate sobre la energía, sino sobre la seguridad, pero no es poca cosa; el larguísimo ciclo de la radiactividad obliga a tomarse el asunto con la menor frivolidad posible. Se trata de una polémica contaminada por la batalla ideológica; una vieja bandera de la izquierda que, sin embargo, jamás fue óbice para los agresivos programas desarrollados bajo el sistema comunista.

La desnuclearización representa una opción absolutamente legítima, siempre que se trate con la necesaria coherencia. La mayoría de quienes claman contra las centrales atómicas no están dispuestos a prescindir de las comodidades de un desarrollo basado en el uso masivo de la energía. Existen al respecto actitudes perfectamente hipócritas, como las de la izquierda alemana o española, que han aprobado programas de desmantelamiento -este fin de semana se cierra Zorita- sin dejar de comprar electricidad de origen nuclear a países que, como Francia, han sido menos quisquillosos. Nosotros no la queremos, pero el lavaplatos funciona porque otros la aceptan.

Para lucir el solete sonriente de «nuclear no, gracias» es menester decir «sí, gracias» a otras fuentes energéticas que garanticen el crecimiento económico. Las llamadas alternativas gozan de muy buena prensa pero no son cuantitativamente significativas: la eólica, por ejemplo, apenas cubre un 20 por 100 de la demanda española en los días de más viento, y en las puntas de calor se vuelve inútil porque en la Península no se mueve una hoja. Por eso es una profunda irresponsabilidad la afición de la izquierda a rechazar centrales convencionales, incluso las de ciclo combinado, cuya construcción se ha convertido en una carrera de obstáculos casi siempre insalvables para las compañías energéticas. Entre nosotros pervive una protesta atávica emparentada con el antiindustrialismo que en el XIX llevaba a apedrear los ferrocarriles. Es muy fácil, pero poco honesto, desplegar radicales pancartas ecologistas cómodamente preparadas bajo la grata protección del aire acondicionado.

ABC (España)

 



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