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21/06/2012 | Antes de la paz geoeconómica

Lluis Bassets

El G-20 es el hijo de las crisis económicas y del desplazamiento de poder económico en el mundo. Lo es en su mismo origen, como reunión de ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales ante la necesidad de responder a la crisis financiera asiática de 1999 con los nuevos efectivos de los países emergentes.

 

Y lo es también en su versión más política, la que hemos visto reunida estos lunes y martes en Los Cabos, en la mexicana península de Baja California, en su formato de cumbres regulares de jefes de Estado y de Gobierno, inaugurado en noviembre de 2008, dos meses después del hundimiento de Lehman Brothers, al que se incorporan ya de forma definitiva las potencias ascendentes, que es para quien se ha organizado la fiesta.
El G20 es también consecuencia del fracaso de Naciones Unidas, y sobre todo de su Consejo de Seguridad, que no ha podido acomodar su vieja estructura salida de la Segunda Guerra Mundial a las nuevas necesidades. También de la insuficiencia del G7 o grupo de los países más industrializados durante la guerra fría, y del G8, fórmula ampliada con Rusia, excesivamente occidentalista y poco representativa del nuevo reparto de la riqueza. Y es a la vez la expresión institucional de la sustitución de la geopolítica del siglo XX por la geoeconomía del XXI: de las guerras calientes y frías entre Estados por las guerras comerciales, monetarias y económicas.

Refleja un nuevo reparto de poder, pero de forma dinámica. Es decir, en cada reunión se observan los resultados de estos cambios en la distribución del poder y de la influencia y se abre juego a futuros cambios. España ha estado en el centro de la reunión de Los Cabos. Es uno de los pocos países citados abiertamente en las conclusiones, con una bienvenida a su plan de recapitalización bancaria, y aludido indirectamente, recogiendo el temor al acoplamiento entre deuda soberana y crisis bancaria. Pero no ha sido actor y protagonista. Ni siquiera la Unión Europea lo ha sido. Antaño lo fue cuando era modelo y solución, ahora es parte del problema si no el problema mismo, y origen de una paradoja: si la UE con su larga experiencia y su colosal burocracia no consigue encontrar la salida del actual laberinto financiero, difícil será que lo haga una reunión anual de los dirigentes de las primeras 20 potencias económicas mundiales que no cuenta ni siquiera con una secretaría permanente entre cumbres.

España se ganó, nada menos que con Zapatero, el estatus de invitado, que se convirtió en permanente con Rajoy: imaginemos por un momento qué hubiera sido la reunión de Los Cabos sin presencia española. No es por tanto un miembro de pleno derecho con capacidad para aspirar a presidirlo algún día. Pero ahora es el país que puede arrastrar a Europa y detrás al mundo. Y el que puede fastidiarle las elecciones de noviembre y el segundo período presidencial a Obama. El único protagonista europeo es Angela Merkel. Aislada, presionada, pero en el centro, convertida en la reina de la fiesta. Y resistiendo imperturbable. François Hollande ha sido recibido con gran simpatía, como les ocurre a los nuevos cuando todavía no son un problema. Le han celebrado su mayoría absoluta, pero no debería fiarse: también a Rajoy se las celebraron internacionalmente en su día, y ahora mismo ya está claro que de poco le sirve.

El método de construcción de la gobernanza económica del mundo, expresión semánticamente menos amenazante que la idea de un gobierno mundial, tiene semejanzas con el de la Unión Europea: paso a paso, de crisis en crisis, de declaración en declaración, con más gesticulación pública que decisiones vinculantes, y con creciente dificultad en la toma de decisiones cuanto mayor es el grado de institucionalización, que en el caso del G20, a diferencia de la UE, es muy pequeño. Las tres primeras cumbres, Washington (2008), Londres y Pittsburg (2009), enfrentadas al arranque de caballo siciliano que tuvo la crisis en Estados Unidos, dieron frutos tangibles y decisiones concretas, en forma de coordinación de estímulos, créditos y reformas del FMI, cuando la crisis era americana; y, en cambio, en cuanto se ha querido estabilizar esta forma de gobernanza mundial, todo se ha hecho lento e irresolutivo, coincidiendo con que la crisis es ahora europea.

Las expectativas en exceso siempre sientan mal. El G20 las ha sufrido y las sufre: tenía que ser el Bretton Woods del siglo XXI, nuevo marco de una arquitectura financiera internacional como la que se creo en 1944. Es probable que termine siéndolo, pero de momento estamos todavía en plena guerra geoeconómica europea, y quizás mundial, y hasta que no haya vencedores y perdedores no se organizarán en serio las nuevas instituciones de la paz y se verá el peso de cada uno de los nuevos actores en esta función que justo acaba de empezar.

El Pais (Es) (España)

 



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