Esta aparente inoperancia de la CIDH tiene relación con el colapso de su capacidad.
La 42
Asamblea de la OEA celebrada en Tiquipaya, Cochabamba, debatió sobre el Sistema
Interamericano de Derechos Humanos, aprobó una resolución referida a su
fortalecimiento y encargó al Consejo Permanente la atención de las
recomendaciones sobre el funcionamiento de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH). Esta determinación es importante para asegurar la
vigencia de un sistema universal, imparcial, autónomo y eficaz que, junto a los
Estados miembros, debe fortalecer democráticamente la promoción y protección de
los derechos humanos internacionalmente reconocidos.
El
empeño será complejo pues, concurren valoraciones de orden jurídico y político,
abiertamente encontradas sobre su funcionamiento y futuro institucional, así lo
revelaron los discursos de mandatarios, delegaciones y las peticiones de
organizaciones de la sociedad civil ante la Asamblea.
Las
tensiones se manifiestan con una severidad excesiva que no aprecia el papel que
cumplió durante más de 40 años en defensa de los valores democráticos y la
justicia, especialmente durante décadas de gobiernos autoritarios.
Tienen
también relación con los intereses de las partes que acuden a sus órganos. En
la Asamblea se hicieron más vocales los Estados miembros, no siendo todos parte
plena ni aceptan la jurisdicción de la Corte Interamericana, entre ellos EEUU,
cuya capital, Washington DC es, paradójicamente, sede de la Comisión.
Algunos
países han sido particularmente sensibles a la emisión de “medidas cautelares”
por parte de la CIDH que afectan sus políticas públicas, como el caso de Brasil
en la controversia con comunidades indígenas de la Cuenca del Río Xingu y la
construcción de la represa Bello Monte.
En este escenario fue poco afortunada la posición del Secretario General, quien
restó el valor obligatorio de las medidas cautelares de la Comisión.
No menos
polémica es la posición de Ecuador sobre la Relatoría para la Libertad de
Expresión. Las tensiones políticas se entremezclan con los procedimientos cuasi
jurisdiccionales, afectan su legitimidad y pueden comprometer su
fortalecimiento económico, hoy notablemente insuficiente y reducido a apenas el
5% del presupuesto de la OEA.
Pero lo
más preocupante es la suerte de los intereses de los destinatarios del sistema:
ciudadanos, víctimas individuales o de colectivos afectados por violaciones a
sus derechos que no encuentran la adecuada ni pronta atención o reparación en
sus Estados. Tampoco la Comisión tiene la capacidad para atender con
oportunidad sus reclamos sobre temas tan sensibles como las garantías al debido
proceso; la falta de independencia judicial, la duración irracional de sus
juicios, la aplicación retroactiva de la ley, la consulta previa y tantos otros
que afectan a miles de personas, muchas privadas indefinidamente de libertad en
recintos penitenciarios y bajo condiciones denigrantes. Esta aparente
indolencia o inoperancia tiene relación con el colapso de su capacidad. De
7.500 asuntos pendientes, la Comisión guarda aproximadamente 6.000 en estudio
inicial, 1.000 en admisibilidad y 500 en resolución de fondo. En promedio
recibe 1.500 peticiones por año y 300 solicitudes de medidas cautelares que
atingen a 35 estados, al margen de visitas e informes sobre ejes temáticos.
Bolivia,
como país signatario de la Convención
Americana de Derechos Humanos que admite la jurisdicción de la Corte
Interamericana, debe seguir con el mayor interés el proceso de fortalecimiento
del sistema. La nueva CPE define que los derechos y deberes que reconoce se
interpretarán de conformidad con los instrumentos internacionales de derechos
humanos ratificados por Bolivia, los que además forman parte explícita del
“bloque de constitucionalidad”, con primacía frente a leyes nacionales,
decretos y el resto de la legislación nacional o autonómica.