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28/04/2012 | ¿Necesita Estados Unidos un cambio radical?

Thomas L. Friedman

Esa era la pregunta que tenía en mente cuando llamé a Frank Fukuyama, el profesor de Stanford y autor de El fin de la historia y el último hombre. Fukuyama ha estado trabajando en una obra en dos volúmenes titulada Los orígenes del orden político, y pude detectar en sus escritos recientes que su investigación lo llevaba a plantear una interrogante muy radical para el orden político estadounidense hoy día, a saber: ¿Estados Unidos ha pasado de ser una democracia a una “vetocracia”; de un sistema diseñado para prevenir que nadie en el gobierno acumule demasiado poder a un sistema en el cual nadie puede agregar suficiente poder para tomar alguna decisión importante?

 

“Hay una crisis de autoridad, y no estamos preparados para pensar en estos términos”, dijo Fukuyama. “Cuando los estadounidenses piensan en el problema del gobierno, siempre es para constreñirlo y limitar su alcance”. Eso data de la cultura política de nuestra fundación. Se establecieron el imperio de la ley, las rotaciones habituales y democráticas en el poder y las protecciones a los derechos humanos para crear obstáculos a un gobierno autoritario y excesivamente centralizado. “Pero se nos olvida”, agregó Fukuyama, “que el gobierno también se creó para actuar y tomar decisiones”.

 
Eso se está perdiendo en el ámbito federal. Un sistema con tantos contrapesos integrados como es el nuestro, presupone –de hecho, requiere– un cierto nivel mínimo de cooperación entre los dos partidos, a pesar de las diferencias ideológicas, para los grandes problemas. Desafortunadamente, desde el final de la guerra fría, que fue una fuerza demasiado poderosa que los obligó a comprometerse, se combinan varios factores para paralizar a todo nuestro sistema.


Para empezar, hemos agregado más contrapesos para dificultar aún más la toma de decisiones, como los controles senatoriales que se están usando hoy día para bloquear cualquier nombramiento que hace el ejecutivo o la regla también senatorial del obstruccionismo, por la que se exige una votación mayoritaria de 60 votos para aprobar cualquier legislación importante en lugar de los 51 votos. Asimismo, nuestras divisiones políticas se han vuelto más ponzoñosas que nunca antes. Como observó el ex senador demócrata Russ Feingold: en la proporción en la que la polarización se está dando, los militantes pronto exigirán que los productos de consumo reflejen su política: “Vamos a tener pasta de dientes republicana o demócrata”.


Además, internet, la blogósfera y el Senado han hecho que cada legislador sea más transparente, que los acuerdos tras bambalinas entre legisladores sean menos posibles y que la norma sea tomar posturas públicas en forma continua. Y, finalmente, la enorme expansión del gobierno federal y la importancia cada vez mayor del dinero en la política han ampliado grandemente la cantidad de cabilderos de intereses especiales, que tienen una ventaja inherente para influir en la toma de decisiones y obstruirla.

En efecto, Estados Unidos hoy se parece cada vez más a la sociedad sobre la que escribió el politólogo Mancur Olson en su clásico de 1982, Ascenso y caída de las naciones. Advirtió que cuando un país acumula demasiados cabilderos de intereses especiales altamente focalizados –que tienen una ventaja inherente sobre la gran mayoría, la cual está centrada en el bienestar del país en su conjunto– pueden, como un pulpo de numerosos tentáculos, obstruir y ahogar a un sistema político hasta acabarlo, a menos que la mayoría se movilice en su contra.


Para expresarlo de otra forma, dice Fukuyama, la colección de grupos minoritarios de intereses especiales en Estados Unidos es ahora más grande y rica, y está más movilizada que nunca antes, mientras que todos los mecanismos para hacer cumplir la voluntad de la mayoría son más débiles que nunca antes. El efecto de esto es la parálisis legislativa o poco óptima, con compromisos apresurados, a menudo hechos en respuesta a una crisis sin la diligencia debida. Esa es nuestra vetocracia.


Ed Luce, columnista de The Financial Times y autor del nuevo libro Momento para ponerse a pensar; Estados Unidos en la época del descenso, señala que si se cree en la fantasía de que el éxito económico de Estados Unidos se debe a haber tenido un gobierno que se mantuvo al margen, entonces están muy bien los atascos y la vetocracia. Sin embargo, si se tiene una comprensión adecuada de la historia estadounidense –y se sabe que el gobierno tuvo un papel vital en la generación del crecimiento, manteniendo el orden, promulgando normativas que incentivaron la toma de riesgos y previnieron la imprudencia, educando a la fuerza de trabajo, construyendo infraestructura y financiando la investigación científica–, entonces una vetocracia se vuelve algo muy peligroso.

Debilita el secreto de nuestro éxito: una sociedad pública y privada equilibrada.
“Si hemos de salir de nuestra parálisis actual, necesitamos no sólo un liderazgo fuerte, sino cambios en las reglas institucionales”, argumenta Fukuyama. Haría falta la eliminación de los controles senatoriales y las obstrucciones en las legislaciones rutinarias, que un supercomité mucho más reducido elabore los presupuestos –como los que manejan el cierre de las bases militares– con “enormes aportaciones tecnocráticas de un organismo no partidista, como la Oficina de Presupuesto del Congreso”, aislado de las presiones de los grupos de interés y presentado ante el Congreso en una sola votación, irreformable y directa.


Sé qué están pensando que eso nunca va a pasar. ¿Y saben lo que yo estoy pensando? Que entonces nunca volveremos a ser un gran país, sin importar a quién elijamos. No podemos ser grandiosos mientras sigamos siendo una vetocracia en lugar de una democracia. Nuestro sistema político deformado –con un Congreso que se ha convertido en un foro para el soborno legalizado– realmente nos está impidiendo progresar.


The New York Times News Service

Miami Herald (Estados Unidos)

 


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