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Dossier Juan Pablo II  
 
02/04/2006 | Evocación de Juan Pablo II

José Antonio Zarzalejos

... Los pliegues de su sotana blanca parecían cincelados, tal era la quietud del Pontífice que, por completo abstraído y hundido el rostro entre sus manos, oraba con una introspección que le alejaba de lo físico y le hacía casi trascendente e incorpóreo...

 

La mística es una experiencia de lo divino y queda reservada a grandes personajes dotados de una singular espiritualidad. Es difícil registrar en carne propia semejante experiencia, pero no es imposible poder observarla. El 22 de mayo de 1990 -pronto hará dieciséis años- tuve el privilegio de asistir con mi mujer a la misa privada de Juan Pablo II en el oratorio de sus apartamentos vaticanos. A las seis horas y quince minutos fuimos convocados, con otra docena de personas más, a la Puerta de Bronce, en uno de los laterales de la Plaza de San Pedro, por la que accedimos a las estancias papales. Hacía calor aquella alborada en Roma, pero pronto las sensaciones físicas dejaron paso a otras de extraña naturaleza. Al traspasar el umbral de la capilla -de dimensiones reducidas, pero con una iconografía armónica y sencilla-, Juan Pablo II arrodillado en su reclinatorio se asemejaba a una escultura marmórea como esculpida por el propio Miguel Ángel. Los pliegues de su sotana blanca parecían cincelados, tal era la quietud del Pontífice que, por completo abstraído y hundido el rostro entre sus manos, oraba con una introspección que le alejaba de lo físico y le hacía casi trascendente e incorpóreo. Con un cuidado cercano al temor fuimos colocándonos en los bancos del oratorio, en silencio absoluto, arrodillados como el Papa, siguiéndole en su muda plegaria en un ambiente grácil de bienestar y sosiego.

Transcurrieron unos minutos que a mí se me hicieron una eternidad y el Santo Padre, apoyando su mano derecha en el reclinatorio y con una ligera contorsión de su cuerpo herido, se alzó, se dirigió hasta el altar y, ayudado por su secretario, el hoy cardenal de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, se enfundó en las ropas litúrgicas -el alba, el cíngulo, la estola, la casulla- y comenzó a oficiar la Eucaristía. La expresión del Papa variaba ligeramente -a veces cerraba los ojos con fuerza, otras se dibujaba en sus labios una levísima sonrisa- pero resultaba siempre lejana, absorta en una meditación continua, sumida en un diálogo misterioso con el más allá. Cada uno de sus gestos, de sus palabras pronunciadas en latín, cada lectura, transmitía una vibración. La celebración resultó para los que allí pudimos contemplarla y vivirla todo un espectáculo místico en el que el Papa desprendía carisma, es decir, una especial capacidad para fascinar y atraer, debido, sin duda, a una concesión que para los creyentes era un don divino. La ceremonia se sometía a un ritmo litúrgico sin alteraciones y alcanzó lo sobrecogedor cuando el Santo Padre, volcado sobre la Sagrada Forma, con una dicción fonéticamente imperativa y una expresión sufriente, pronunció la fórmula de la transustanciación, echando de inmediato rodilla en tierra en una genuflexión honda y larga. Y ya cuando la acción de gracias precedía al final de la ceremonia percibí -y no fui el único- que estaba a punto de concluir una experiencia personal inolvidable. Terminada la Misa, el Papa, desprovisto ya de los ropajes litúrgicos, regresó al reclinatorio y, mientras salíamos en absoluto silencio, se abstrajo de nuevo en una oración amurallada ante cualquier perturbación externa.

Sin embargo, la experiencia no había terminado. Se nos condujo a la biblioteca papal y allí nos anunciaron que el Santo Padre pasaría a saludarnos. Una señora, creo que británica, o tal vez australiana, preguntó acerca del tiempo de espera. El sacerdote que nos atendía se encogió de hombros. «Depende -nos dijo- de lo que el Santo Padre necesite rezar». A Juan Pablo II le precedió su secretario, el entonces monseñor Dziwisz, que se interesó, en breves conversaciones con cada uno de nosotros, acerca de nuestra actividad profesional, procedencia y razones de estancia en Roma. Entre los que disfrutábamos de aquellos momentos no se entabló relación ni charla alguna; todos permanecíamos en silencio. Y en silencio, sin ruido de gozne alguno, apareció el Santo Padre. Era otro hombre, sonriente, feliz, con los brazos abiertos y una mirada franca y escrutadora, cercano, casi inmediato. Mi mujer y yo fuimos los últimos en la ronda del saludo. Al llegar a mi altura recuerdo con especial intensidad que, al querer mi rodilla derecha alcanzar el suelo de la estancia para acercar los labios al anillo de Juan Pablo II, sentí un leve pero firme tirón de su brazo que me impidió completar la genuflexión con la que los católicos reconocemos simbólicamente el carácter del Pontífice como Vicario de Cristo en la tierra. De inmediato la conversación, en un español con fuerte acento pero correctísimo, resultó inolvidable.

-Sois españoles, ¿no es así?

-Así es, Santidad.

-¿De dónde?

-De Bilbao.

-Ya sé dónde está, porque... ¿yo he estado cerca de allí?

-Sí, Santidad, estuvisteis muy cerca de Bilbao.

-¿Tenéis hijos?

-Sí, Santidad, tres.

Mi mujer sacó, rápida de reflejos, una fotografía de nuestros hijos y se la mostró al Papa. Juan Pablo II sonrió y bendijo la imagen.

-No olvidéis que ellos son vuestro tesoro.

El Papa, entonces sin síntoma aparente de enfermedad, se giró y volvió la mirada en una panorámica del grupo, nos bendijo de nuevo y se despidió agitando levemente su mano derecha. Cuando alcanzó la puerta de salida, de nuevo se volvió y otra vez sonrió. Y se fue. Y ya no volví a verle, salvo a lo lejos, años después en otro mes de mayo de 2003 en la plaza de Colón de Madrid, cuando vino a despedirse de España («¡adiós, España!», gritó el Papa, y así se plasmó en la portada de ABC del día 5 de mayo de aquel año) y a otorgarnos un testamento en su quinto y último viaje a nuestro país: «Os imploro -dijo el Papa- la paz y la convivencia en libertad».

Cuando el día 2 de abril del pasado año Juan Pablo II el Grande fallecía en la Ciudad del Vaticano, me retrotraje quince años atrás y recordé la contemplación de aquella experiencia mística en su oratorio. Esa es mi evocación del predecesor de Benedicto XVI. Tal como la sentí y la viví, la cuento ahora superando el pudor de hacerlo sólo por la alabanza que merece un personaje que ha llenado el siglo XX, que ha marcado a varias generaciones, que ha entendido la Humanidad como una fraternidad sin frontera alguna, que ha convertido en mensaje inteligible el contenido del más auténtico cristianismo, que ha reconciliado a los enemigos, que ha acercado a los alejados, que ha perdonado a los criminales y que ha abierto este siglo nuevo de par en par a un entendimiento de Dios que su sucesor -pronto en España, en julio- ha resumido en un concepto eterno: Caritas. Juan Pablo II el Grande. Un recuerdo imperecedero para los creyentes, pero tanto o más para los descreídos, los agnósticos y los ateos. Porque si el género humano es capaz de dar personajes de la dimensión de aquel Papa, ¿cómo es posible descreer en un Dios que lo hace posible?

 

ABC (España)

 


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