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18/06/2011 | La 'mundialidad'

Sami Naïr

La revolución árabe ha sorprendido a todo el mundo. Prueba de que la historia, detrás de la aparente inmovilidad de las sociedades, surge con frecuencia allí donde no se espera. El efecto aleteo de la mariposa en Túnez -la bofetada- se ha transformado en rayo en Egipto, en tormenta en Libia, en tsunami en todas partes del mundo árabe. Incluso los países que dan la impresión de escapar al soplo potente de la revuelta de los derechos -Marruecos, Argelia, Líbano, Arabia Saudí- están en realidad tocados. Es una nueva era que se anuncia.

 

Frente a esta insurrección, los poderes autoritarios reaccionan, se organizan, se ayudan entre ellos, masacran (Siria, Libia, Yemen) a las poblaciones cuando no logran contenerlas con sus métodos represivos habituales.

Sabemos las causas sociales de la revolución árabe: emergencia de las clases medias empobrecidas como actores autónomos; revuelta de las clases populares sobreexplotadas, precarizadas, marginadas; explosión de la juventud (16-25 años) educada frente a unos poderes dogmáticos, rígidos y culturalmente atrasados.

Esas poblaciones viven una realidad muy opresora de corrupción, nepotismo, violencia sexista, de aislamiento ideológico en unos identitarismos reaccionarios, a la vez que la dominación sin reservas de clases dirigentes codiciosas y antidemocráticas. Esa es la razón por la que del Magreb al Mashreq encontramos en todas partes la misma cólera, los mismos actores sociales, los mismos males.

Para explicar esta situación, hay que superar las evidencias: emergencia del individuo, revuelta moral, explosión liberal, etcétera. Todos esos rasgos son indudables. Pero queda aún por saber por qué, ¿y por qué ahora? Entre las razones que podemos desvelar, una de las más importantes se debe al advenimiento de una nueva conciencia común, que desmiente los discursos oficiales de los poderes autoritarios sobre la identidad de esas naciones y, a la vez, inflige un reverso mordaz al prejuicio occidental-centrista del "choque de las culturas" y de la "guerra de las identidades".

Esta nueva conciencia, más llamativa en los comportamientos de las clases medias árabes y de la juventud, pertenece a lo que el gran ensayista y poeta antillano Edgar Glissant llamaba "la mundialidad". En general, la globalización es percibida como expansión de bienes, mercancías y capitales. Pero implica también, de facto, la emergencia de valores universales comunes más o menos correspondientes.

Esos valores aún son lábiles, fluctuantes, pero constituyen ya un fondo de identidad común, más allá de las pertenencias nacionales tradicionales. Con una palabra, los mismos valores, las mismas aspiraciones unen a las poblaciones consciente o inconscientemente: se focalizan en una fuerte demanda de ciudadanía (no solo de reconocimiento de la individualidad), de formación de un interés general más allá y en contra del particularismo de los intereses privados, de aspiraciones a un régimen de igualdad y de derechos sociales, de refundación de la soberanía popular con la democracia participativa, de instituciones de Estados de derecho sometidos al poder de la ley (y no del dirigente supremo).

Esos valores son portados indudablemente por las clases modernizadoras (principalmente las clases medias) y reforzados por el proceso de globalización. La "mundialidad" es precisamente lo que, en las reivindicaciones actuales de los jóvenes y de las clases medias y populares en el mundo árabe, responde a aquellas mismas categorías de la población en todas partes del mundo. Desde los indignados españoles a las probables explosiones por venir mañana en otros países, nos vemos y veremos confrontados a esa misma identidad "mundializante".

Tinte patriótico

Pero todo el interés de esta figura identitaria nueva radica en que aparece en primer lugar como la superación de la "mundialización" solamente -y de un modo sórdido- económica y, a la vez, en que arraiga en la identidad nacional de los países concernidos. Esa es la razón por la que en todo el mundo árabe, las revueltas a favor de la emancipación democrática se envuelven en la reapropiación patriótica: que los jóvenes tunecinos, egipcios, yemeníes, sirios desafíen a la represión cubiertos en las banderas de sus naciones no es una casualidad. Hacen así alarde a la vez de su arraigo nacional y de su apertura de espíritu universalista. Constituyen de hecho un nuevo mundo. Los valores de república y democracia son así secularizados; no pertenecen, como dice el jurista tunecino Yadh ben Achur, ni a "Occidente" ni a "Oriente". Son universales. Esta globalización se opone así radicalmente a todos aquellos que, prisioneros de esquemas regresivos, han pretendido, estos últimos años, encerrar a los pueblos árabes en el identitarismo religioso y el arcaísmo autoritario. Como se opone a la ideología del conflicto de las civilizaciones y a los enfrentamientos confesionales.

El Pais (Es) (España)

 



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