Arrestan a los «topos» locales de la CIA, que facilitaron la localización del asesino, porque el jefe de Al Qaida era uno de los suyos.
Cuando los SEAL apiolaron a Bin Laden, el gran jefe terrorista llevaba cinco años residiendo en una casa-fortaleza construida especialmente para él. Y lo hacía con tres de sus esposas, un tropel de niños y hasta con vídeos porno para alegrarse las noches.
Lo que nadie ha aclarado es de dónde sacaba el dinero para pagar las facturas. ¿Ahorros familiares? ¿Una hipoteca como todo buen vecino? Nada de eso. La pasta procedía del mismo lugar de donde salen los fondos con que Al Qaida financia casi todos sus atentados: donaciones de piadosos y asustados millonarios saudíes, supervisadas por el ISI, el siniestro servicio de Inteligencia militar paquistaní.
Lo de Arabia Saudí es tan conocido como escandaloso. Hasta Hillary Clinton, según se ve en los cables de Wikileaks, se queja de la sonrojante componenda: los wahabitas bendicen al régimen y los emires riegan de petrodólares a los fanáticos para que sigan difundiendo el extremismo musulmán por el mundo.
El sistema genera un nutrido contingente de jóvenes sin otra educación que la religiosa y que hartos de rascarse las bolas y los pies en Arabia, Yemen o Jordania ven con alivio la posibilidad de irse a disfrutar de las huríes del paraíso de Mahoma, llevándose por delante inocentes turistas occidentales o lo que se tercie.
¿Y dónde se entrenan, alistan y se concentran? Durante un tiempo en Afganistán y habitualmente en Pakistán, sobre todo en esa alborotada zona repleta de armas y drogas, que va desde Islamabad al paso del Khyber. Obsesionados por neutralizar a India, que les ha ganado dos guerras, los militares paquistaníes no sólo se han dotado de bombas atómicas. Alientan el terrorismo, como demuestran los atentados de 2008 en Bombay y queda patente con Bin Laden. Arrestan a los «topos» locales de la CIA, que facilitaron la localización del asesino, porque el jefe de Al Qaida era uno de los suyos.