Esta semana la primavera democrática árabe cumplirá medio año. El 17 de diciembre de 2010 Mohamed Bouazizi se prendió fuego en una plaza de Sidi Bouzid, en el empobrecido interior de Túnez, en un gesto que le costó la vida y que transformó el mundo árabe. "Su muerte no fue en vano", exclamó su madre tras la caída del dictador Ben Ali.
¡Cuánta razón tenía! Seis meses más tarde, el mundo árabe se halla inmerso en un
combate de dimensiones colosales entre los partidarios de una transformación
democrática y las fuerzas de la reacción. Los primeros han conseguido imponerse,
de momento, en Túnez, Egipto y, probablemente, Yemen, y afrontan ahora el reto
de la consolidación. Las segundas resisten con mayor fortuna en Damasco que en
Trípoli, e impulsan desde Riad una contrarrevolución que ya ha aplastado el
renacer democrático de Bahréin. La batalla se libra a sangre y fuego en las
montañas de Libia y en las calles de Siria, pero también a escondidas en el
entorno de las monarquías marroquí y jordana, que deben elegir entre salvar
prebendas y privilegios con ayuda de los petrodólares saudíes o emprender la
azarosa vía reformista que reclaman sus ciudadanos jóvenes.
La contrarrevolución no ahorra en medios: agitación sectaria en Egipto,
provocaciones en Túnez, oferta a Marruecos y Jordania para que entren en el club
de las monarquías autoritarias que es el Consejo de Cooperación del Golfo,
subvenciones a partir de las rentas de un petróleo caro para acallar protestas
en los países productores (Arabia Saudí, Kuwait, Argelia) y, sobre todo,
represión sin freno donde los dictadores mantienen el poder. No faltan ejemplos
para asustar a las poblaciones que piensen en rebelarse: ¿acaso quieren ver a su
país torturado por la violencia integrista como en Argelia, desgarrado por el
sectarismo como Líbano, intervenido por los occidentales como Irak? Los
dictadores han sacado sus propias conclusiones de lo que pasó en Túnez y Egipto
y redoblan la censura en Internet, refuerzan el control sobre sus Ejércitos,
incrementan la presión en las calles para no perder su control, asustan a las
minorías y compran a los sectores que protestan.
Al momento inicial de entusiasmo por las revueltas le ha seguido en Europa un
cierto fatalismo. Unos se han fijado, mezquinamente, en los refugiados que han
llegado a costas comunitarias y les han presentado, de manera tramposa, como una
marea migratoria que amenaza con engullir a Europa. Otros ven los problemas,
innegables, de las transiciones en Túnez y Egipto y la desestabilización en
Libia y Yemen, pero siguen siendo reticentes a culpar de la violencia a quienes
la han iniciado y la ejercen sin freno: los dictadores y sus partidarios.
Algunos menoscaban los eventos hablando de simples golpes militares o disturbios
económicos. El caos, el integrismo, la división sectaria, la recesión son
evocados constantemente.
Todos esos peligros están ahí, por supuesto. En este momento, el cálculo
racional de un ciudadano sirio, pongamos por caso, le llevaría a encerrarse en
casa. Pero ese mismo cálculo hubiese servido para Túnez hace seis meses, y al
final la lógica colectiva del deseo de cambio se impuso. El genio salió de la
botella. Y no volverá a ella por más que se insista en los riesgos.
Exactamente medio año después del inicio de la revolución tunecina, nos
acercamos al final de un primer asalto en el combate entre demócratas y
autoritarios en el mundo árabe. El balance no está nada mal. En lo negativo, se
han añadido a la lista de los Estados árabes frágiles o inestables, en la que
llevaban años Líbano, Palestina e Irak, bastantes más países: Túnez, Egipto,
Yemen, Libia, Siria, Bahréin y, no por las revueltas sino por la independencia
de su sur, Sudán. Hoy por hoy, ¿quién puede asegurar que en lo que queda de año
no vayan a añadirse a ellos Marruecos, Argelia, Jordania o la propia Arabia
Saudí? Pero pesa más lo positivo: han caído tres dictadores (Ben Ali, Mubarak y
Saleh) tras décadas en el poder, Gadafi está contra las cuerdas, y el dilema de
si reformar, o de cómo hacerlo, se plantea en la práctica totalidad del mundo
árabe. El camino de vuelta a la estabilidad no pasa por un regreso al pasado,
sino por una nueva legitimidad democrática. Llegar con este balance al Ramadán
(que este año coincide con agosto) constituye un primer asalto extraordinario en
el que nadie se hubiese atrevido a soñar hace medio año. El segundo asalto, a
partir de septiembre, entraña retos enormes. Pero, con el precedente del
primero, no faltan razones para el optimismo: los demócratas árabes han
demostrado una determinación inquebrantable.